Surge un nuevo cuerpo. La relación continente-contenido desde la observación de bebés. Tres enlaces.
Por Vanesa González-Rizzo Krasniansky
En la metodología psicoanalítica el criterio no debe depender de si un uso determinado es correcto o incorrecto, si tiene significado o es verificable, sino de su capacidad para fomentar el desarrollo.
W.R. Bion
No hay flor ni pájaro de espléndido plumaje que nos enfrente al misterio de la experiencia estética como la visión de una joven madre con su bebé al pecho. Ingresamos en un lugar así como entraríamos en una catedral o en las grandes selvas de la costa del Pacífico, sin hacer ruido con la cabeza descubierta.
La experiencia emocional que surge de la observación del vínculo madre-bebé es un fenómeno que acaso sólo los poetas —esos “legisladores no reconocidos del mundo”— pueden transmitir. Así, Miguel Hernández, preso al fin de la Guerra Civil Española, piensa en la madre de su hijo y puede escribir desde su propia experiencia emocional de hijo:
Ríe, que todo ríe: que todo es madre leve.
Profundidad del mundo sobre el que te has quedado
sumiéndote y ahondándote mientras la luna mueve
igual que tú, su hermosa cabeza hacia otro lado.
Nunca tan parecida tu frente al primer cielo,
todo lo abres, todo lo alegras, madre aurora.
Vienen rodando el hijo y el sol. Arcos de anhelo
te impulsan. Eres madre. Ríe. Llora.[1]
Nosotros, cuyos juegos de lenguaje son mucho más limitados que los de la poesía, debemos resignarnos a perder el valor que tienen esas primeras miradas, el impacto estético que se recibe y que invita al observador a la “cámara del pensamiento primigenio”[2]. En cambio, podemos tratar de convertir la observación de bebés en una oportunidad de desarrollar el pensamiento desde ángulos poco explorados. Sabemos, al fin de cuentas, que la importancia del maternaje en esos momentos de vida para la psique del nuevo ser hacen de la observación uno de los espacios de mayor importancia clínica.
Como psicoanalista, realizar una observación de bebés durante dos años me obligó a superar algunas las dificultades de un encuadre no acostumbrado: tenía que observar y callar; tratar de no intervenir; tolerar las ansiedades de la madre y los momentos complicados del vínculo. Pero quizá fueron esos obstáculos los que me permitieron desarrollar una mirada distinta, atravesada por el discurso de la madre y por las manifestaciones del bebé gracias a la cual el trabajo se fue enriqueciendo y el pensamiento podía emprender distintos vértices y nutrirse de nuevas emociones tanto como de aproximaciones teóricas.
Estas consideraciones me llevaron a pensar que la observación de bebés y la intervención temprana, podrían ser el primer eslabón de una labor de prevención primaria para evitar el desarrollo de patologías severas en otros momentos de la vida, y a convencerme de que el trabajo con bebés es un territorio abierto a la exploración porque son de alguna manera los primeros puntos del tejido en una red que hará posible el pensamiento.
Así pues, a la dificultad para evocar la experiencia emocional que suscita la observación de la relación que se establece entre una madre y su bebé (no sólo se pierden matices, gestos, miradas; también el dolor, los olores, la intensidad de la expectativa del encuentro), se suma, además, un obstáculo en la transmisión, la complejidad misma del fenómeno como experiencia estética. El intento, sin embargo, conlleva —con la ansiedad que suscita— la gratificación que acompaña el descubrimiento de que esa experiencia puede estar alumbrada por una elaboración teórica que permite llenarla de significado.
Por ello, quisiera comenzar este intento con una metáfora con la que pretendo comunicar las dificultades y los límites de mi propio esfuerzo. Imaginemos, como personajes de la Caverna de Platón, la silueta de un árbol proyectada en un muro gracias a la luz tenue de un farol situado detrás. Sólo reconocemos la forma del objeto. Al farol, lo mismo que al árbol, los mueve el viento. Así, la imagen cambia constantemente, lo que nos impide ver los detalles de su estructura. Como el árbol, la experiencia emocional de un proceso de observación de bebés puede quizá ser proyectada en estas páginas gracias a la luz de las ideas de Bion y Meltzer.
Lo que sigue es una de las muchas imágenes posibles, uno de los reflejos que permite vislumbrar el farol.
1. Para la teoría psicoanalítica, nutrir a un bebé es más que tenerlo en brazos y alimentarlo. Cuidarlo psíquicamente es, para Bion, ayudarlo a formar un “aparato para pensar los pensamientos” que sólo podrá gestarse en contacto con el otro, en la relación continente-contenido desarrollada con la madre[3].
Al igual que Klein —enseña Meltzer— Bion concibe el desarrollo de la mente en la interacción madre-bebé. Para Bion, sin embargo, la esencia de esa relación no está en la gratificación, sino en la comprensión; en asumir la imposibilidad de dicha comprensión y el dolor que conlleva.
El desarrollo de la mente es el crecimiento de la capacidad para pensar acerca de las experiencias emocionales.
Un postulado en la teoría del pensamiento de Bion es que los pensamientos son, desde el punto de vista epistemológico, anteriores al pensar. Porque los pensamientos de la madre son anteriores, el bebé se encuentra rodeado de pensamientos que necesitan un aparato que los desarrolle.
El aparato para pensar y aprender (la función alfa en la relación continente-contenido) está consagrado a procesar las experiencias emocionales y es introyectado durante la infancia como pecho capaz de recibir las identificaciones proyectivas de un bebé acuciado por experiencias emocionales y por el temor de estar muriendo. Esta introyección, en términos de Bion, supone una relación en la que la madre forma un continente capaz de recibir un contenido constituido por los datos sensoriales que provienen del bebé (elementos beta), y regresárselos metabolizados (elementos alfa) de tal modo que éste puede, con ellos, realizar una función (alfa) y desarrollar un aparato para pensar los pensamientos.
La metabolización materna de las ansiedades del bebé sólo puede ocurrir si opera en la madre una capacidad de reverie que —en la conversión de elementos beta en elementos alfa— despoja a los datos sensoriales del bebé de la aflicción que inevitablemente los acompaña, y se los devuelve en un estado equivalente a tener fantasías o sueños (pensamientos oníricos).
Es la función alfa la que da existencia a la barrera de contacto; ésta “cumple la función de una membrana que, por la naturaleza de su composición y su permeabilidad, divide los fenómenos mentales en dos grupos, de los cuales uno realiza las funciones de la conciencia y el otro las funciones de la inconsciencia.” (Bion, 1962, p.43) Esta barrera de contacto es crucial para articular el pensamiento.
La introyección exitosa de la relación continente-contenido permite al bebé construir su aparato para convertir las experiencias emocionales en pensamientos oníricos que puedan ser utilizados para pensar, es decir, ser manipulados en forma tal que aumentan su nivel de abstracción y sofisticación.
Esa manera de contención, cuando la mente es capaz de sostener una idea nueva sin comprimir su sentido ni tampoco desintegrarse por ello (capacidad negativa), permite tolerar la ansiedad catastrófica que despierta toda nueva idea; asimismo, podrá también determinar el movimiento de la idea desde una escala de valores esquizoparanoide a una orientación depresiva y, con ayuda del hecho seleccionado para ordenar ideas nuevas con las viejas, posibilitar que el crecimiento de la idea tenga lugar.
2. Después de un nuevo intento por dormirla, Irma, la madre, la conserva en sus brazos. María, de 14 meses y ocho días, súbitamente toma el pelo de Irma y lo tira con fuerza. Las caras de madre y bebé se encuentran. Irma le da muchos besos y restregones; María se muestra feliz y devuelve la acción brusca de la madre agitando la cara de un lado al otro, sobre la cara de la madre. Dos seres apasionados declarándose su amor. En ningún momento María suelta el pelo de su madre y éste se incluye en el juego de caricias. La escena dura unos minutos. Se separan; ahora María se queda en la cama.
La niña, que parecía sobreexcitada en ese juego de caricias, cuando se queda recostada sobre la cama poco a poco se relaja.
La relación comensal es clara, el alimento amoroso que se brindan mutuamente está lleno de intensidad. La caricia es la expresión de la pasión amorosa de ambas. Cuando Irma hace su propuesta de “restregones”, la reacción de María devuelve el mismo gesto con un nivel de emocionalidad que sólo puede ser descrita en términos del mutuo impacto estético: “la luna mueve/ igual que tú, su hermosa cabeza hacia otro lado”.
La madre permite la asociación creativa, posibilita el encuentro (“todo lo abres, todo lo alegras, madre aurora”). Se transmite en la capacidad de reverie de Irma en ese momento, la intensidad de la función alfa operando en un vínculo continente-contenido en el que ambas se brindan emociones de amor pasional que son contenido y continente para cada una. Se desata la posibilidad de una cadena de emociones que perdura y crece.
El momento en el que María comienza a calmarse sobre la cama podría iniciar, gracias a la “barrera de contacto”, la diferenciación de las emociones sentidas. Da la impresión de que el puente se articula, la profusión de elementos alfa requiere de un filtro, una ayuda para entenderlos y acomodarlos en su interior. Parece como si Irma hiciera estas distinciones e inaugurara con ello la distinción entre ansiedad y calma, entre sueño y vigilia, entre conciencia e inconsciencia.
El “hecho seleccionado” (el contacto de las caras) incluye una síntesis, un instante que concentra el amor. En la imagen pueden reunirse el pasado y el futuro en la inmediatez de la experiencia presente.
[1] “Desde que el alba quiso ser alba”, en Obras completas, Losada, Buenos Aires, 1976, p. 420
[2] Meg Harris Williams y Margot Weddell, The Chamber of Maiden Thought. Literary Origins of the Psychoanalytic Model of the Mind, Tavistock/Routledge, Londres, 1991
[3] Para elaborar este apartado sobre las ideas de Bion me serví básicamente de “A Theory of Thought” in Second Thoughts, 1967, y de Learning from Experience (1962).