Problemas inherentes al trabajo con pacientes psicóticos
por Ana María Fabre y Del Rivero, psicoanalista de niños y adolescente con trastornos severos del desarrollo y adultos. Miembro fundador de AMERPI, A. C. Grupo Teseo.

Se plantean las dificultades que entraña el trabajo con pacientes psicóticos y la necesidad de abordarlo conjuntamente con apoyos psicoterapéuticos para la familia, de manera que ésta pueda apoyar y comprender el trabajo que se realiza con la persona en tratamiento.

Así mismo, se destaca la necesidad de establecer contacto permanente con una escuela especializada —si tal es el caso—, y la importancia de los acompañamientos terapéuticos; esto es, de personal preparado y comprometido con el trabajo que se realiza con el paciente para que lo sostenga y acompañe entre cada sesión de terapia de corte psicoanalítica y la siguiente; lo que se precisa de establecer ciertas actividades y rutinas de horarios para ayudar a estructurar el Yo del paciente.

Todo ello con sus altibajos, éxitos y fracasos, ilustrados con viñetas clínicas de diversos pacientes psicóticos recibidos en tratamiento en diferentes momentos de sus vidas, con distintas etiologías y ciertos otros denominadores comunes.

En la modalidad de trabajo por la que hemos optado para el abordaje de pacientes psicóticos niños, adolescentes o adultos jóvenes, es indispensable un enfoque interdisciplinario. Así, maestros de educación especial, pedagogos, acompañantes terapéuticos, terapeutas de lenguaje o de desarrollo psicomotor quedan involucrados.

Esto nos lleva a encarar aspectos transferenciales y de contra transferencia en la psicoterapia de corte psicoanalítico más los fenómenos grupales que se dan al interior del equipo tratante.

Pretendo ilustrar lo arriba mencionado con algunas experiencias clínicas.

Clio, quien a decir de su madre, contaba con 16 años de edad, venía referida por una escuela de educación especial. Ahí, su conducta —harto bizarra— los desbordaba. Como no toleraba usar pantaletas Clio podía presentarse a la escuela chorreando sangre los días del período menstrual. Del mismo modo podía esconderse detrás de un árbol y desde ahí arrojar piedras. Arrastrarse en el piso. No soportar que se le prohibiera nada. Incluso llorar todas las horas de la jornada escolar, etcétera.

Cuando llegó por primera vez al consultorio sólo emitía pequeños gemidos que a veces sonaban como de sufrimiento y a ratos como de intenso placer. Ni bien hubo entrado se colocó en cuatro patas: no me miraba, mantenía la cabeza hacia abajo. Sin dejar de gemir. Se arrastraba a gatas para recorrer con los sus dedos regordetes y heridos los dibujos estampados en la alfombra. El cabello astroso, las piernas chorreadas. No traía ropa interior.

Impresionaba no sólo por el grado de desestructuración que mostraba, sino por el olor que despedía. Éste denunciaba un intenso desaseo. Mismo sobre el que trató de llamar la atención a la madre. Su reacción fue la de ofenderse. Afirmó, que su hija se bañaba diariamente y se ponía perfume.

En entrevista con el padre éste informó que la paciente se encerraba en el baño durante tres o cuatro horas. Aunque llenaba la tina y decía bañarse; lo que él pensaba que su hija hacía durante todo ese tiempo era masturbarse. Se declaró también abrumado porque había algo en la relación entre su esposa y su hija donde él no podía opinar. Cito. “Por ejemplo, se están peleando horriblemente entre ellas, a los gritos, pero si yo me meto se ponen las dos contra mí… así que he optado por no meterme… me cansan”.

La entrevista con el padre y lo que relató hace pensar en el modelo de familia invertida de la que Harris, M. y Meltzer, D. (1948, p. 44) dicen: “Una caricatura hostil de la vida familiar puede surgir cuando una o ambas figuras parentales son psicóticas o están dominadas por perversión sexual o tendencias criminales”.

A los cuatro meses de tratamiento la madre pudo decirme que la verdadera edad de su hija eran 18 años pero que pensaba que si le quitaba dos años ella se sentiría mejor.

Intentar “matar a la Muerte “es igual, o simplemente, intentar “matar al Otro” como ligar de los significantes y guardián de éstos, para hacer de él el lugar del terror, lugar del que sólo sería posible cuidarse por una omnipotencia imaginaria igual, imaginariamente igual. O más aún, ahí donde el Otro fundaría al sujeto di este Otro no fuera “todo”; por el contrario, este Otro usurpador lo sumerge para sobrevivir, para evitar la fragmentación en la necesidad imaginaria de tener que ser todo. Tarea frente a la cual sólo puede sentirse radicalmente insuficiente e impotente, es decir, destruido, a menos de perecer en una negación masiva, sosteniéndose en un delirio omnipotente. (Pirilian, H., 1987)

La hija que compartía uno de sus dos nombres con la madre había insistidos en ser nombrada sólo por ése al ingresar al nuevo centro educativo. Padecían lo que ha sido designado como folie à deux o “locura compartida”. Para dar una idea de lo anterior mencionaré que, en función del problema de sobrepeso de Clio y para que no hubiera tentaciones en la casa, su cotidianidad incluía la ida al Supermercado juntas a comprar sólo lo de un día para que si Clio llegara a buscar no hubiera nada en el refrigerador ni en la despensa. Al preguntarle a la madre si acaso no encontraba un poco excesivo estas comprar diarias me responde: “no crea que esto me pesa” –con la voz entrecortada y llenos los ojos de lágrimas sostiene- “lo hago con mucho amor”.

“¿Cómo podría nacer él de este mundo dual, mortal, envolvente, englobante? La incorporación es permanente y, la madre, para el sujeto, no es sino una inmensa mandíbula devoradora. ¿Cómo vivir permanentemente referido a una madre gestante, embutiente, miniaturizante, amante —oh cuánto—, a quien se le debe todo? Madres como ésta, entregadas a su hijo divinizado, devotas de él, viven tan sólo en un mundo imaginario, mundo de doble, de reflejo, de cuerpo biológico. El niño jamás es trinificado por ella, referido a un padre simbólico. Jamás ‘nacidos’, estos niños no podrán sino alucinar su nacimiento en su pasaje al acto mortífero, y el ‘nombre del padre’ no viene a liberarlos reconociéndolos mortales y sexuados” (This, H., 1983, p. 213).

Por la paciente sabré que juegan al “¿quién eres?”. Donde cada una a su vez dice el nombre común. “Terrible juego del deseo: la desaparición del otro y/o la mía” nos dice Juan Carlos Plá (1993, p. 167). Cuando el padre viaja la hija duerme con ella. Ahí un día, tras mucho insistirle sobre el arreglo y aspecto de su hija, advertirá que ésta, en ocasiones, duerme con los zapatos o con los lentes puestos.

En una reunión de asesoría, la Directora Técnica de la escuela reporta que la paciente dejó sus lentes olvidados en su oficina y comenta también una sensación de agobio por todo lo que ella la espía y busca “clandestinamente” su proximidad. Su descripción de la situación nos permite reflexionar sobre las implicaciones homosexuales en las diversas aproximaciones de las que es objeto. Le pido que revise esto en su propio análisis.

Por este tiempo, la maestra que más se ocupa de ella refiere que Clio se le aproxima súbitamente por la espalda y que a la altura del trasero hace un movimiento de balanceo pélvico con el que acerca y talla sus genitales sobre su cuerpo. Ello nos lleva a plantearnos el problema de cómo interactuar con ella sin hacerla sentirse rechazada ni convertirnos en partenaires de sus juegos eróticos. Trabajar las ansiedades que se han generado al interior del equipo tratante.

En el consultorio se rueda y desparrama mostrando el vello púbico, hace los ruidos de diversos animales. En particular, el de una foca. Al imitarlo yo padece un ataque de risa tan intenso que presenta perdida de control de esfínteres vesicales. Situación que habrá de repetirse con frecuencia motivado por diversas circunstancias; algo que se produce igualmente en el plantel escolar.

Le pido a la madre que traiga una muda de ropa completa. Lo más que logro es que traiga y deje en el consultorio unos calzones.

Al pedirle a Clio en una ocasión que deje de tallarse los pechos y los genitales, se revuelve furiosa, me dice: “¡Es mi cuerpo y puedo hacer con el lo que yo quiera!”. Le respondo que así es en efecto, pero que yo no tengo porque verlo. Se encierra en el baño y empieza a dar de alaridos para gritar después, ¡ya, ya, déjame… vete a la chingada! Le digo que así es como debe pelear con su madre y que quiere que yo la vea tocarse y excitarse como si tuviera una mamá sólo pendiente de su cuerpo y que sintiera lo que ella siente cuando se toca.

En su trabajo sobre la transferencia, Frieda Fromm-Reichman (1948, p. 468-469) hace alusión a la génesis de este tipo de patologías cuando nos dice: “Suponemos al esquizofrénico como una persona que ha sufrido graves experiencias traumáticas en su temprana infancia, en una época en la que su yo y su capacidad para el examen de la realidad, no estaban todavía desarrollados» más adelante añade: “es por ello que acontecimientos de la vida de poca significación pero una persona sana, incluso de no mucha importancia para un neurótico, suponen gran pena y sufrimiento para el esquizofrénico, su resistencia contra la frustración es fácilmente agotada”. De igual manera al experimentar la aproximación de su cuerpo sobre el mío como el que me había referido la maestra le interpreto que ella cree tener un pene y estármelo metiendo por atrás.

Ante la negación de la madre con respecto al aseo, situación que hacia más penosa mi propia contra transferencia. Pido a las autoridades de la escuela que se implemente algo más drástico para desde ahí resolver este problema. La misma maestra que funge como tutora es la encargada de bañarla. Ahí advierte el profundo descuido del que es objeto la paciente. Sus brassieres están rotos y lleva mezclada ropa sucia con ropa limpia. Tiene pánico de que le caiga agua en la cara. No tolera la regadera, amen de que no tiene la más remota idea de lo que es bañarse. Su tutora habrá de hacer acopio de toda su riqueza materna internalizada para ayudarla a vencer ese miedo. La sensibilidad de esta tutora la llevara a descubrir algo muy importante también: Clio no se sienta en el escusado ni se limpia después de defecar u orinar. Aspectos todos que aluden a una profunda deshumanización. Pero tal vez lo más importante que ella advierte y me comunica son las marcas en su cuerpo que denotan una intervención quirúrgica. Ella piensa que se trata de una salpingoclasia.

La madre, siempre renuente a venir, me dirá que sí, que han operado a su hija para permitirle que pueda —si así lo desea ella más adelante— tener un compañero sin las complicaciones de un embarazo. A la paciente se le dijo que se le iban a darle unos tratamientos para quitarle el dolor menstrual. La madre no consideró necesario entonces, ni en el momento de mi indagación, informarle sobre lo que había hecho con su cuerpo.

Lo arriba mencionado me permitió determinar en qué momento había desaparecido el control de esfínteres y entender, en parte, a qué obedecía su odio a la menstruación. El constante decir de Clio «¡que mello!» Como ¡que miedo! y ¡que meo!
“El síntoma viene a ocupar el puesto de una palabra que falta”, nos recuerda Maud Mannoni (1966, p. 50) en el niño, su «enfermedad» y los otros.

Tras dos años, cuatro meses de tratamiento, habiendo disminuido notoriamente sus conductas de rabia y desorganización; establecido el control de esfínteres, la marcha erguida, un arreglo personal donde imperaba más la higiene y la posibilidad de sostener una conversación en la que prevalecía la construcción de frases sobre los gemidos y ruidos onomatopéyicos la madre la retiró del tratamiento aduciendo razones económicas. Rosen Feld (1954, p. 147) nos advierte sobre el abandono de las terapias de este tipo de pacientes cuando dice: “debemos recordar que el tratamiento con frecuencia es interrumpido, no tanto porque el paciente no responda al análisis, sí no porque todos los responsables del tratamiento, los padres u otros familiares, deciden suspenderlo por una variedad de razones. En apariencia las razones son de orden práctico. Sin embargo, algunas veces se relacionan con problemas emocionales de los padres”. De mi lado diré que, al no haber existido terapia familiar, todo el trabajo quedó, de alguna manera, trunco.