“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto.”

Extrapolo el íncipit de la “Historia de dos Ciudades” de Charles Dickens (1895) a la problemática de la juventud de hoy porque pienso que para los “Milenials”, es decir para aquellos jóvenes nacidos entre 1980 y el año 2000, este es el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos. Por mucho, las necesidades de la juventud rebasan las posibilidades del sistema para abastecerlas. Hundidos en la desesperanza del desempleo y de un vago crecimiento económico, abrumados por la competencia y la falta de un proyecto seguro, hoy más que nunca es la voz del adolescente la que propone no sólo no apropiarse del sistema, del “establishment”, sino vivir sin este (Stein, 2013).

El joven busca en la sociedad nuevos ideales y modelos para sustituir aquellos arrebatados por el paso por la adolescencia, con los golpes asestados a su narcisismo y su omnipotencia. El posmodernismo, la crisis económica y los cambios políticos ponen en jaque los ideales vigentes. Con la “propuesta” de un individualismo a ultranza, la temporalidad del “fast-track”, la eficiencia y el dinero como fin en sí mismo han pasado a ser valores que sobre determinan nuestra cultura. Desbordados y sobre exigidos, los jóvenes tienen que “sobrevivir” (Janin, 2013). Resulta indispensable pensar al adolescente desde su malestar, su incertidumbre y sus resistencias a conformarse.

El éxito fácil, la apariencia, el consumismo, son bienes triviales que preponderan en nuestra cultura y que favorecen las fantasías omnipotentes y megalomaníacas de los chicos. En vez de que los ideales generen progresión y movimiento son colocados en el Yo, el yo como ideal narcisista, lo que implica su propio derrumbe, pues en vez de proyectos claros, hay una disyuntiva entre el ganador y el perdedor. Es entonces que asoma la euforia como desmentida, la desmentida definida como una defensa psíquica para desestimar la vivencia traumática, lo que se logra a través del uso de drogas y de alcohol, o mediante la pura acción maniaca y repetitiva, por un lado para sentir “algo”, para llenar el vacío, y por otro lado para no pensar (Janin, 2008).

Es clara la ausencia de ideales, pues nos encontramos con un mundo de normas difusas, de un “todo se vale”, con quiebre de redes identificatorias, que agrandan los sentimientos de inseguridad e impotencia (Janin, 2008). La ley es constantemente infringida, así también la Ley simbólica, aquella representada por esas figuras de autoridad que han perdido toda capacidad de liderazgo por el grave deterioro moral y del tejido social. El padre, de ser el patriarca ha pasado a ser un educador benevolente, o su contrario, un tirano castrante intentando recuperar a manotazos y gritos su domino perdido. Es ahí donde deben encontrar su lugar los jóvenes, un lugar poco claro, corrupto y transgredido de antemano.

La deserción escolar, el suicidio, las drogas y la anorexia (física, mental y emocional), el fenómeno del “nini”, deben ser pensadas en un contexto de falla en la constitución del ideal cultural.

Así mismo, encontramos que la violencia de los jóvenes se ha convertido en un problema de salud pública, no obstante que son más víctimas que actores. Para algunos analistas (Janin, 2008; Marty, 1997 y Jeammet, 2005) la violencia en el joven adolescente es un modo de forzar al medio y de declararse existente a través de una transformación de este, en un lugar en el que él se supone sin lugar (Janin, 2008). Consideran la violencia como un mecanismo primario de autodefensa de un sujeto que se siente amenazado en sus límites y en lo que constituye según él, el fundamento de su identidad o sea de su existencia.

Así, violencia y repetición reemplazan la ausencia de placer de la satisfacción en el intercambio afectivo y vincular. La violencia es para los chicos carenciados, uno de los pocos medios para sentir que existen, contactando con ellos mismos en ausencia de otro disponible y solícito, pero el contacto sin afecto y sin ternura resulta siempre destructivo. El adolescente en un estado de inseguridad, se siente vacío o insuficiente y percibe al otro como más amenazador que esperado y envidiado.

Para contrarrestar, para contrariar la destructividad, existe la creatividad. Desde las perspectivas del psicoanálisis, una de las más apreciadas funciones psíquicas es la figurabilidad, la posibilidad de crear símbolos a partir de los duelos y las pérdidas implicadas en el desarrollo y en el crecimiento. Simbolizar la ausencia de la madre de la temprana infancia, elaborar la noción de que el bebé no es uno mismo con ella, ir elaborando paulatinamente los distintos retos que se presentan con las diferentes etapas del crecimiento… La pérdida del cuerpo infantil con el avasallamiento demoledor de la invasión hormonal propia de la pubertad, que deforma al cuerpo y lo somete violentamente a la urgencia sexual, la pérdida de los amorosos e idealizados padres de la infancia quienes ahora vigilan o ignoran al adolescente, y en suma: le temen; la pérdida de la identidad infantil y los retos que el mundo presenta (Aberrastury, Segal, 1992). Finalmente, serimplica abismarse en la confrontación con la indefensión, con la falta que nos define y nos determina a pesar de todo intento efímero por sostener un narcisismo abyecto. La fantasía de omnipotencia, de dominio, debe ser dejada atrás, abandonada. Todo lo anterior requiere la posibilidad de realizar un trabajo psíquico que permita asumir la pérdida y la renuncia para poder darle un significado psíquico y que no queden simplemente restos de imágenes y afectos no elaborados que sólo generan desazón y angustia.

Ello implica un trabajo de significación de la experiencia y de la vida afectiva, en la que se logra dar significado a lo “sentido”, a lo experimentado. Plagado de afectos que lo desbordan, de impulsos que lo atribulan y de cambios que lo confunden terriblemente, el joven tendrá dificultades para “nombrar” la experiencia.

Nunca debemos olvidar que etimológicamente la palabra “símbolo” nos remite a “Juntar con”, “ligar” lo que, por definición, apunta al proceso vital. La posibilidad de simbolizar a partir de la creatividad implica una ligazón de los afectos y las imágenes, y de ahí la posibilidad de hacer crecer algo nuevo dentro de uno, proceso que implica y moviliza el conocimiento de sí mismo, la autonomía y la construcción identitaria del joven.