La identificación en la adolescencia. 
Personajes delincuenciales como modelos identificatorios. Segunda parte.
Dra. Ana María Fabre y Del Rivero

Winnicott y Deprivación y delincuencia. 

A pesar de los aportes de Aichorn y de Lagache en lo concerniente a las conductas delincuenciales, es innegable que es a D.W. Winnicott a quien debemos las más profundas explicaciones psicoanalíticas sobre las determinantes psicológicas que conllevan al acto criminal.

De acuerdo con Winnicott, cuando una pareja decide formar una familia, asume una responsabilidad conjunta. La pareja cría a sus hijos estudiando empíricamente la personalidad de cada uno de ellos, manejando los problemas que afectarán a la sociedad desde su unidad más pequeña, la familia y el hogar. Un niño que tiene un desarrollo normal genera confianza en su padre y madre que le permite actuar sin ninguna traba. Conforme el niño se va desarrollando, continuamente pone a prueba su capacidad para destruir, asechar y apoderarse de aquello que le importa. Lo que suele llevar a las personas a la cárcel o al manicomio está presente de manera normal durante la infancia; su presencia se constata en la relación del niño con su propio hogar. Cuando éste es capaz de soportar todo aquello que el niño hace para destruirlo, el hogar se vuelve un lugar que tolera el juego. El niño realiza constantes pruebas que garantizan la calidad del marco, sobre todo cuando se ciernen dudas sobre la fortaleza del vínculo parental. A decir de Winnicott, este marco debe ser capaz de hacer sentir al niño libre de ser un niño irresponsable.

Las primeras etapas del desarrollo emocional están llenas de conflictos y existe una amenaza constante de desintegración. En esta etapa la personalidad dista de estar del todo integrada; amor y destructividad están desligados y el niño no ha aprendido a tolerar sus exigencias pulsionales. Puede llegar a hacerlo únicamente cuando su entorno es estable y cálido, necesita vivir rodeado de amor, tolerancia y fortaleza para que no experimente un temor desorganizador frente a sus propias fantasías y afectos, y de este modo pueda progresar en su desarrollo emocional.

Winnicott en ese momento de su creación cuestionó la creencia, tan en boga —aún hoy en día— que el chico puede experimentar su libertad al no verse constreñido por las normas familiares. Expresó que su experiencia era contraria a dicha opinión, pues el chico que no posee un marco que brinde estructura a su vida, tampoco puede experimentar la libertad, ya que se cierne sobre él un monto intolerable de angustia causado por la incertidumbre. Si a pesar de dicha angustia prevalece un poco de esperanza, el niño intentará hallar un marco fuera de su hogar. Buscará el sentimiento de seguridad que evite su actuación antisocial. Si no es posible obtener seguridad de los parientes o en la escuela, el niño necesita buscar más lejos, en la sociedad demandará la estabilidad necesaria para superar las primeras etapas de su crecimiento emocional. El niño antisocial manda con su conducta un mensaje de ayuda, mediante el cual expresa su necesidad del control ejercido por personas fuertes y cariñosas. La mayoría de los delincuentes no consiguió el sentimiento de seguridad necesario durante los primeros años de vida como para que éste se pudiera incorporar permanentemente en sus creencias. Huelga decir que de lograr adquirir la seguridad que necesita, porque alguien pueda proporcionarle la estabilidad necesaria para su desarrollo, dicha estabilidad puede crecer tal como lo hace su propio cuerpo. Sólo de este modo puede internalizar la confianza, pasando de la necesidad de ser controlado y de la dependencia a la creación interna de un control de sus impulsos que le capacite para la independencia.

Winnicott, sin maniqueísmos ni soluciones simplistas, nos confronta con nuestras fallas como progenitores, familia, grupo social en lo concerniente a la incapacidad que generamos en estos pequeños que van a manifestar conductas antisociales tan intensas. Es su afirmación que detrás de la conducta antisocial existe una grave falla en la relación del niño con su madre. Establece las bases para pensar en la génesis de la dificultad de un niño para acatar la norma, poder seguir instrucciones, no enfrascarse en pleitos violentos ni en robos. Subyace en este planteamiento la idea de que el niño antisocial experimenta la relación con su madre como poco satisfactoria.

Cuando el niño antisocial roba busca una madre buena –no olvidemos que para Winnicott, la madre misma es un producto de la creación del niño derivada de su capacidad creativa primaria. Cuando el encuentro con la madre resulta fallido, ello repercutirá en el propio self del niño. Aparecerá la transgresión como una búsqueda de esa madre que no ha podido ayudarle a formar ese self que pueda sostenerle de otra manera en el mundo. La transgresión también convoca al padre, quien será el encargado de proteger a su madre de los ataques que el hijo dirige hacia ella; los cuales tiene su origen en el amor primitivo. Cuando la deprivación aumenta, esta búsqueda se vuelve más y más desesperada.

El adolescente infractor anhela a su madre tal como sucede con el niño antisocial, únicamente que aquí campea un sentimiento mayor de frustración y por ende, una necesidad mayor de encontrar-se con la ley que ponga un límite a su conducta compulsiva, que frene los pensamientos que lo llevan a incesantes actuaciones. El padre anhelado es estricto y fuerte en primer lugar, pero no exento de cariño. Cuando la figura paterna muestra dichos atributos permite que el niño recupere sus impulsos primitivos amorosos, así como su agresión, su culpa y el concomitante deseo de reparación. En caso contrario, el delincuente sólo puede tornarse más inhibido para amar y con una depresión agudizada. Lo anterior puede llevar a un proceso de despersonalización que eventualmente lo torna incapaz de experimentar en absoluto la realidad de las cosas, excepto la realidad de la violencia.

Un niño antisocial aparentemente mejora cuando se encuentra bajo un mando firme, pero en el momento en que se le otorga libertad, experimenta una terrible amenaza de locura. Vuelve nuevamente a atacar a la sociedad, sin comprender por qué lo hace, en un intento restablecer un control exterior a sí. Sin embargo, en algunos casos, la experiencia nos dice que todavía queda esperanza en el niño por encontrar el marco familiar destruido. Cuando la realidad permite que lo obtenga quizá logre ir tolerando mayores dosis de libertad.

La idea de que estos niños con conductas antisociales mejorarían de encontrarse sometidos a una férrea disciplina y la creencia de que “allí aprenderán a comportarse adecuadamente”; lejos de sostenerse aparece como que los niños, púberes o adolescentes, se verán envueltos en líos aún mayores después de estas experiencias de quedar confinados o sometidos a un férreo control externo. Para Winnicott estas acciones serían explicables como una manera de buscar que se restablezca para ellos un control exterior En todo este tipo de escuelas militarizadas, internados religiosos o no o aún en los llamados Anexos, no se construye un bagaje interno que permita al niño o al joven convencerse de que él por sí mismo puede controlar o manejar sus fuerzas impulsivas sin ser arrastrado por ellas.

El análisis de la delincuencia juvenil nos lleva a aceptar la importancia que tiene la familia para el niño y el joven. Esta le debería proveer un marco confiable, incluso una estabilidad del ambiente físico íntimo y constante mientras son aún pequeños para poder aprovecharlo y apropiarse de él. Los riesgos que subyacen a estas carencias harán que se busque un reformatorio o una cárcel que remplace las cuatro paredes y la contención que hicieron falta en el hogar. La falla en la relación materna temprana. La figura paterna ausente o excesivamente punitiva o denigratoria en la relación con el niño. La presencia frecuente de muestras de violencia o desinterés en el hogar o en el seno de la familia –la familia extensa misma-, la escuela, etc. Es necesario reflexionar sobre las consecuencias que tiene sobre el niño pertenecer a un hogar que no le proporciona lo que necesita para su desarrollo, incluyendo los abandonos en el proceso de creación, antes de que pueda internalizar dicho marco de referencia como parte de su propia naturaleza.

La medida preventiva más importante que podemos tomar es reconocer el papel que desempeñan los padres, al facilitar los procesos de maduración de cada bebé en el curso de la vida familiar. En especial, podemos aprender a evaluar el papel que desempeña la madre en los inicios mismos de la vida del hijo, cuando éste pasa de una relación puramente física con su madre a otra en la que responde a la actitud de ella, y cuando lo puramente físico empieza a ser enriquecido y complicado por factores emocionales.[1]

Para Winnicott la adolescencia es un momento determinante del psiquismo y del lugar que el sujeto asumirá en la vida familiar y social, por lo que si el sujeto tiene en su haber antecedentes severos de deprivación se dificultará la constitución de un self capaz de encarar los cambios inherentes a la adolescencia misma; dichas carencias se magnificarán y adquirirán una nueva fuerza y peligrosidad puesto que se sumarán a nuevas capacidades físicas y psicológicas. […] existe el manejo de la agresión provocada por el miedo, la versión dramatizada de un mundo interior demasiado terrible nos dirá Winnicott en su paradigmático texto de Deprivación y Delincuencia.[2] 

Siempre surge el mismo interrogante: esta organización de la personalidad, ¿cómo hará frente a la nueva capacidad instintiva? ¿Cómo se modificarán los cambios propios de la pubertad para amoldarlos a la pauta de personalidad de cada adolescente? Es más: ¿cómo abordará cada uno algo tan novedoso como el poder de destruir y aún matar, poder que no se mezclaba con sus sentimientos de odio cuando era un pequeñuelo que daba sus primeros pasos?[3]

Enunciados familiares. 

Posteriormente, con una gran fuerza teórica y a mi juicio, en una suerte de concordancia con el pensamiento de Winnicott están las tesis de Piera Aulagnier, en lo concerniente a los fenómenos identificatorios y la constitución del yo. La autora introduce el término portavoz para denominar lo que constituye el fundamento de la relación de la madre con el infans. A través del discurso que pronuncia la madre en relación a su hijo, impregnado de su propio imaginario, recurre a recuerdos y vivencias que anteceden al embarazo mismo, lo cual está relacionado con capacidad (o incapacidad) de imaginar a un hijo formándose dentro de él. A partir de este imaginario calificará los rasgos físicos y de carácter del bebé que concordarán o no con sus anhelos e ideales depositados en el infans. Gradualmente este irá desarrollando una representación de sí mismo, con la que se identificará desde un comienzo, alienándolo en el discurso de su madre quien lo designa de diversas maneras, llevado a asumir diversas identificaciones acordes al decir del portavoz.

Aulagnier establece que los enunciados de la voz materna en tanto portavoz, lejos de ser aleatorios, están gobernados por el orden que sujeta al yo, principalmente a tres condiciones previas: el sistema de parentesco, la estructura lingüística, las consecuencias que tienen sobre el discurso los afectos que intervienen en la otra escena. De acuerdo con Aulagnier, este trinomio ejerce una violencia radical y necesaria, inseparable del momento de encuentro entre la psique del niño con la voz materna. Dicha violencia va teñida por el carácter específico de este encuentro; la diferencia entre estructuras que se lleva a cabo conforme estos dos espacios (discurso materno y psique) organizan la representación del mundo de este ser.

La madre se presenta como un yo hablante o un Yo hablo que ubica al infans en situación de destinatario de un discurso, mientras que él carece de la posibilidad de apropiarse de la significación del enunciado y que “lo oído” será metabolizado inevitablemente en un material homogéneo… pero, si es cierto que todo encuentro confronta al sujeto con una experiencia que se anticipa a sus posibilidades de respuesta en el instante en que la vive, la forma más absoluta de tal anticipación se manifestará en el momento inaugural en que la actividad psíquica del infans se ve confrontada con las producciones psíquicas de la psique materna y deberá formar una representación de sí misma a partir de los efectos de este encuentro, cuya frecuencia constituye una exigencia vital.[4] 

Es a partir del pensamiento de Aulagnier que podemos reflexionar sobre el influjo del ambiente familiar en la constitución psíquica del sujeto, en particular el influjo del discurso materno, que a su vez está permeado por el entorno en el que se encuentra.

Todo sujeto viene a cubrir un lugar dentro del mito familiar en el mito familiar, cuya importancia se demuestra, de ser necesario, por el lugar que él tendrá en el fantasma fundamental, y que le asigna, en la tragicomedia de su vida, un papel que determina con anterioridad las réplicas de los partenaires. Ahora bien, son esas “réplicas del Otro”, ese discurso que comienza por dirigirse no a él sino al personaje que encarna en la escena familiar, las que habrán de constituirlo como sujeto. Ésta es la primera ambigüedad fundamental que el discurso impone al hombre: el lleva un nombre elegido en función de ese lugar al que se encadena su subjetividad (hablo aquí del nombre con el cual se lo llama y no del nombre legal; al nombrarlo, lo que se designa es esto que es proyectado sobre él en tanto que heredero significante; es por éste rodeo que se le asigna su primer lugar en el plano relacional), pero al mismo tiempo el discurso, en este inicio enajenante por definición, ese “malentendido” inicial y original, es lo que da testimonio de la inserción de quien es el lugar de la palabra en una cadena significante, condición previa a toda posibilidad del sujeto de poder insertarse en ella a fin de reconocerse como otra cosa que un simple accidente biológico.[5]

La madre transmite al hijo patrones identificatorios de belleza, modos de ser, manejo de su temperamento y la idea de quién es él en lo concerniente a bondad, maldad, pero también valores de clase social. Todo lo anterior queda dramáticamente ejemplificado en El Caso Dominique de Françoise Dolto.

Muchos de los chicos en situación de calle vienen de sufrir un mal maternaje, de ser abandonados por uno o por ambos padres, provienen de hogares en los que campean el maltrato, la miseria, la negligencia, el abuso, donde el sexual no es el menos común. Huyen de sus hogares, llegan a las grandes ciudades. UNICEF había documentado cómo en México, estos chicos se asentaban en el Centro Histórico cerca de Garibaldi, y cómo recurrían a las drogas y al alcohol también para paliar su situación de desamparo y nostalgia por esos mismos hogares de los que habían huido, armando comunidades que al menos parcialmente los resarcían de estas pérdidas.

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[1] Winnicott, D. W. Deprivación y delincuencia Paidós, Buenos Aires1990. Pág. 119
[2] Ibíd. Pág. 111
[3] Ibíd. Pág. 171
[4] Aulagnier, P. La violencia de la interpretación. Amorrortu, Buenos Aires, 1975.
[5] Aulagnier, P. Un intérprete en busca de sentido. Siglo XXI, México, 1986.