Por: Dr. Ricardo Rodulfo

En éste primer acceso o primeros bosquejos de retrato, lo concerniente a la diferenciación sexual no toma en principio mucho relieve. Por ejemplo, si nos situamos en su vínculo con el otro, el que haya alguien con ellos parece decididamente primar sobre la diferencia sexual que es alguien soporte, el punto de fijación se diría más narcisista en este sentido: importa memos la diferencia sexual que la necesidad extrema de que haya alguien presente. El alguien es la categoría fundamental, aún cuando en algunos de éstos niños tiene su importancia la diferencia sexual en cuanto género. Tampoco quiero aventurarme demasiado en los meandros de lo que Winnicott llamaba “semiología del miedo”, en el sentido de cuáles puedan resultar las patologías más características en las funciones. Es está una tarea necesaria pero a realizar con prudencia so pena de incurrir en esas generalizaciones por demás esquemáticas y simplistas que conforman lo peor del ‘ambientalismo’  psicoanalítico. Lo que en principio se da con alguna habitualidad es un medio que estimula poco al niño, y, sobre todo, estimula poco lo imaginario, el desarrollo de la función imaginaria en lo que tiene que ver con el juego, la transferencia, el afecto, el soñar, todo es orden de producciones (9). Otras veces he registrado una cierta oscilación entre lo prematuro y el retrasamiento: o sea por una parte se trata al niño sistemáticamente como si fuera más pequeño de lo que es al punto de entontecerlo, pero al mismo tiempo por otra parte se le exige un esfuerzo prematuro para él; por ejemplo: aprender a leer cuando aún, eso no puede ser una apropiación subjetiva sino un amaestramiento, lo que luego tomará su importancia en el plan terapéutico que uno haga con éstos niños. Característicamente se suele encontrar en ellos especialmente cuando hay compromiso orgánico (sea daño neurológico o de otro tipo) el fantasma de ser tonto o bien en simultaneidad, el fantasma del animal, la identificación animal, a la bestia, poniendo en cuestión en que esté trazada la barra mítica entre humano y animal. Conjuntamente, la identificación a lo monstruoso, más acentuada en niños que parecen retraso. Por el contrario, no detectamos la imago del loco: así, de estas invariantes se desprende una dirección importante de trabajo clínico, dado que es necesario, promover una identificación humanizadora. El mismo estatuto familiar del niño en algunos casos se asemeja bastante al de un animal doméstico, muy querido por cierto, muy cariñosamente tratado, pero animalito doméstico al fin.

A continuación examinaremos tentativamente algunas herramientas y algunas hipótesis teóricas para encarar el trastorno y ver de curarlo. Ante todo nos aguardan, por una parte, una serie de preguntas, en su andar, apuntar a más allá de lo psicopatológico, (la especificidad de una formación clínica se puede medir por la especificidad de las preguntas que plantea más allá del caso en sí; tal el caso de la especificidad de las fobias, nunca mejor delineada que cuando nos conecta con el campo del desear): ¿Qué significa aprender?. El trabajo con estos pacientes nos estimula más a interrogantes al respecto, además de llevarnos a trabajar con mayor  frecuencia junto a nuestros colegas los psicopedagogos ¿Qué es aprender?  ¿Qué es aprender en el sentido de una verdadera apropiación subjetiva, de un verdadero proceso de subjetivación a diferencia de otros más cercanos a lo que podríamos llamar adiestramiento, amaestramiento o adquisición de reflejos condicionados? Es toda una problemática la que se entreabre.

Una segunda cuestión se plantea en relación, precisamente a las fobias.  Atendiendo a niños con trastornos narcisistas no psicóticos no se tarda en advertir que tienen muy escasamente desarrollada, si la tienen, la categoría del extraño. Se ligan con los otros muy fácilmente lo que terapéuticamente puede creerse algo muy bueno, y más aún si el analista viene de trabajar con pequeños de tipo autístico. Después de tanta pasividad parece una bendición encontrar un niño tan abierto,  tan hasta exageradamente afectivo. Socialmente rasgos así pasan por se índices de salud o al menos de normalidad. El psicoanalista se hace otra composición del lugar, y observa que la relación manifiesta con el otro es muy fluida, pero en cambio la alteridad está escasamente presente, lo cual atenúa un exagerado optimismo. Eso equivale a decir que los niños apenas si han pasado por la experiencia del extraño, y, correlativamente, apenas han pasado por la experiencia de ser ellos mismos el extraño al otro, lo cual es la clave del todo el asunto, su último resorte: ser uno mismo alteridad, reconocerse ‘uno mismo’ como lo que no es lo mismo. Esto ocasiona todo un paralelismo divergente con las fobias, y me refiero sobre todo a la forma en que he teorizado, particularmente lo que he llamado la función universal de las fobias universales: forzar el paso de ingreso a la subjetivación, asumirla como soledad ‘existencial’ del desear, ‘aceptar la realidad de que desea’ (Winnicott), de que es él quien desea y no su madre u otro cualquiera, con lo que esto implica de separación y aceptación de separarse, aceptar su deseo de separación, aceptar el desear como desear la separación y la diferencia. Ahora bien, el contacto con los niños del trastorno suscita al respecto una pregunta en forma de alternativa (pero de alternativa sobre la que no es posible expedirse por el sesgo claro del ‘o..o…’, en la medida en que diferentes casos robustecen uno u otro polo de ella): ¿se trata de que la incidencia del trastorno, al mantener al niño demasiado en el campo del punto de vista del otro como ordenador de su experiencia subjetiva y corporal, impide el ingreso a las fobias universales como crisis universal, índice eminente de un proceso de separación, índice recurrente en varios momentos de su vida y no sólo cuando es muy pequeño sino, por ejemplo en la pubertad, durante la adolescencia, el ingreso a la escuela, etc. Etc.? ¿ O se trata de –y aquí digo o se trata y se trata (hay que jugar en ese plano)- de la derivación del trastorno narcisista como una regresión producida por una fobia mal curada, por un acceso fóbico tan violento en su desarrollo de angustia que imponer al niño como salida la agresión a un estatuto donde su discriminación con el otro se halla más ligada a lo visual y sin asunción plena donde no se plantea aún la exigencia de defender un desear en emergencia como cosa propia, tajantemente diferenciada? En este un problema que solo se puede dejar abierto.

Hay todavía otras preguntas: una concierne a lo que Sami-Ali ha llamado represión global. A diferencia de la “represión propiamente dicha” freudiana (que es “altamente individual”, que actúa representación por representación) la represión es global, así el paciente nunca recordará sus sueños; no habrá desarrollo de ciertos jugares, de ciertas fantasías, o será crónicamente torpe. En resumidas cuentas la globalidad de la represión se revela como represión global de represión imaginaria. A su vez, esto plantea una serie de preguntas en cuanto a las posibles afinidades y diferencias con el concepto de conclusión local, tal como lo concibe Nasio, y con el de depresión psicótica de Winnicott, conceptos ambos que en nuestra propia obra, hemos recogido.

Otras preguntas conciernen a la función del Yo en todo cuanto venimos exponiendo: ¿Es el Yo la sede de esta problemática?. Y si es así, ¿con cuál concepción del Yo nos movemos?, dado que ciertas concepciones del Yo podrían resultar harto estrechas para situarlo en el trastorno. Se hace necesario incluir aquellos aspectos del Yo ligados a la apropiación subjetiva, para poder orientarse mejor en estas cuestiones. Lo cual exige, como entre nosotros también lo ha mostrado Luis Horstein, desmarcarse de lo que gustaría llamar una concepción reactiva del Yo, y devolverle una articulación más firme con la categoría fundamental del conflicto (10).

Para precisar ahora un poco más y avanzar en un análisis detallado partiremos de un pequeño fragmento de Sami-Ali: El campo perceptivo desmesuradamente simplificado, excluye toda irrupción de lo imaginario (11) Hay una disyunción entre la actividad perceptiva y la actividad imaginaria. Disyunción, algo más violento que una oposición.  La cita entraña el compromiso de pensar más en profundidad la cuestión de lo imaginario, precisamente en la dirección vuelta a abrir por Sami-Ali; digamos por ejemplo que cuando un niño empieza a usar la lapicera, y si la lapicera llega a funcionar en el sentido de la escritura para él, es porque hay una metamorfosis  de su mano en la lapicera. Esa lapicera no es sólo elemento perceptual, es lapicera como lapicera empírica es un elemento profundamente imaginario que ya forma parte de su cuerpo, de la misma manera que se dice que la bicicleta o el automóvil de alguien son extensiones muy corporales que hasta espejean ciertos problemas del dueño. Si la lapicera permanece como algo sólo de la realidad perceptual y no integrado a la actividad imaginaria, pasará lo que pasa con la actividad de escritura de estos niños, pobre y precaria en pobreza, además, de lo perceptual mismo, porque nuestra riqueza perceptual depende estrechamente de que en el poblamiento que hacemos del espacio esté nuestro propio cuerpo metido y sólo por eso es que existen metáforas, poesía, … y jugar. Así también se vuelve más claro que estos niños salgan del paso recurriendo a lo imaginario del otro. Es ésta una diferencia muy importante con el autismo: el niño autista usa y hasta explota el cuerpo del otro, el orden en juego es el pictogramático; tomará la mano del que está a su lado para hacer que ella alcance una cosa que él no puede tocar, la tratará así como una especie de extensión del objeto autista. En cambio el niño con trastorno narcisista no psicótico nos va a pedir que nosotros le hagamos un dibujo que él no puede realizar, o que considera que él no puede hacer, que como a él le sale no le gusta, no lo acepta. Conservemos bien presente esta diferencia que es absolutamente fundamental.

Lo imaginario del otro se usará entonces pero restitutivamente: siempre habrá que volver a pedirlo al mismo lugar, sin interiorización alguna. Existe una profunda perturbación en el extraer, al que tanto énfasis dimos en “El niño y el significante”. La dependencia miserable que se genera es correlativa de ésta severa perturbación todo un núcleo de trastorno.

Pero  la categoría decisiva para especificar y fundar teóricamente un cierto diagnóstico diferencial que no sea una aproximación empírica en el reino del ‘más o menos’, es la del vacío, la que me hizo tomar el camino de la memoria como laguna y no el de la laguna de la memoria. La cabeza vacía de la paciente de Sami-Ali cobra todo su peso, cuando se asocia a las muchas manifestaciones de éste tipo de la clínica: el paciente declara no pensar nada, o sentirse vacío que no es lo mismo que la tristeza. Vacío al que en cierta medida se refiere Sami-Ali cuando dice: vacío en el nivel mismo de las condiciones de la representación. Ahora bien, todo depende de que, metapsicológicamente, distingamos muy cuidadosamente la categoría del vacío de la categoría del agujero. La categoría  del agujero supone la existencia de una depresión psicótica, depresión psicótica que puede tomar diversas direcciones: autísticas, psicóticas propiamente dichas, psicosomáticas (en el sentido desarrollado por Nasio de la forclusión local), adictivas, depresivas, etc. etc.; el sujeto esta agujereado. El vacío no debe ser confundido con todo aquello. A grandes rasgos, podríamos situar sus formaciones en una serie que podemos hacerla comenzar –en el plano de la actividad más saludable, ajena en sí misma a la nosografía –por el espaciamiento, propiedad y operación constituyente de toda escritura. Cuando el niño juega, más precisamente, cuando se pone a jugar, derrama por el suelo los juguetes, los dispone de cierta manera que de hecho dispone una trama de esparcimiento sin los cuales en la anexión confusa del mazacote, sería imposible el mínimo ejercicio de cualquier escrituración. De ahí el gesto inaugural del desparramo de los juguetes –acto eminentemente ‘simbólico’ si nos gusta decirlo así-  indispensable para generar una primera relación de esparcimiento que permitía ponerse a jugar. Si pasamos a un plano neurótico, ese espaciamiento está trabajando internamente con elipsis, hiatos, pequeñas desconexiones, indicadores, en su formación, de lagunas, de represión, que luego dará lugar a formaciones de retorno. En un tercer plano, el del trastorno narcisista no psicótico, el espaciamiento se habrá extendido en campos vacíos, pero vacío masivos, al par que en la depresión psicótica el lugar del espaciamiento se habrá extendido en campos vacíos, pero vacíos masivos, al par que en la depresión psicótica el lugar del espaciamiento estará agujerado. La sra. P., en el historial de Sami-Ali que ya hemos evocado, cuenta: “se me borró completamente de la cabeza” esta es una frase preciosa para distinguir con toda precisión entre vacío y agujero), ‘esto se me fue completamente de la cabeza’ (un ‘de’ designa, entonces que su cabeza queda vacía) y sigue diciendo “cuando vuelve mi marido me acuerdo” (su cabeza se vuelve a llenar). Pero ella no dice, en cambio ‘se fue completamente la cabeza’, como sí podría decir el presidente Shreber, a quien se le habían ido los pulmones, los intestinos; o bien como un joven psicótico que comenta que se le fue la cabeza porque se la apropiaron otros, la aniquilaron, hasta se la comieron. Tampoco es el caso de ella el del niño autista, que cuando vuelve la madre lo encuentra mirando sin mirada o sin voz, sin boca, se fue la boca, no  se fue algo de la boca.  Diferencia teórica capital, entonces sin la cual el inadvertido terapeuta podrá rotular el psicótico (por lo que encuentre en él de caótico) a un niño que sufre del vacío.

La condición de vacío es compatible con un cierta reversibilidad, ausente en cambio en las formaciones que dependen de la depresión psicótica. Por ejemplo, la misma sra. P., dice “se va mi marido y me olvido, se me va de la cabeza lo que él me había encargado; vuelve él, y nada más verlo entrar me acuerdo”; o de un paciente mío cuentan sus padres: “si estamos nosotros tienen ganas de jugar, o puede hacer los deberes; pero si no estamos, no los puede hacer, no puede jugar a nada”. Se sigue el movimiento de cierta reversibilidad, de cierto ir y venir que recupera, aún bajo ese modo limitado, una posibilidad.

En otro caso, donde decimos del agujereamiento, es más difícil. Cuando retorna la madre, su hijo autista no recupera absolutamente nada de la boca perdida; o si es un depresivo, su autoestima agujerada estará siempre yéndose por el resumidero superyoico, y no va a volver a sus manos fácilmente. En la depresión psicótica los retornos no se dan por la vuelta de otro ser humano, son retornos más tortuosos que pasan por el delirio, la alucinación, o bien el desarrollo de una extraña fijación a sensaciones hipertrofiadas, su eventual mutación en una adicción o en una lesión orgánica.

Ahora bien, hablar de vacío es hablar, en mis propios términos de patologías de tubo. Hemos planteado, a partir de “El niño y el significante” y aún antes, (12) la idea de un cuerpo, de una subjetivación de lo corporal, que se estructura primero como una superficie continua, una superficie sin forma, pero con función de continuidad, y luego una segunda estructuración como tubo (en términos de contenido/continente, etc). Ahora el trastorno nos permitirá avanzar sobre esta formación. Por lo pronto, nueva ocasión de diagnóstico diferencial: en todos los casos que responden a una depresión psicótica, lo lesionado es siempre una superficie, por eso aparecen con tanta frecuencia las situaciones donde la madre estuvo separada del hijo, física o psíquicamente, provocando agujeramiento en la extensión moebiana sin solución de continuidad que debe tenerse con la madre, enfermedad de lo que debería ser ininterrumpido. En la medida en que la problemática es la del vacío, pone en cambio en juego problemas de entubamiento. El vacío se especifica como vacío de un tubo: en los tubos de estos niños, si hay imaginariamente algo, por lo general es solo caca (abundante aparición de esta vivencia más que fantasía, en los materiales), y caca que no se puede metamorfosear, a diferencia de otros casos, en otra cosa.

Hay dos niveles donde se puede situar la patología del tubo, De acuerdo a lo que venimos trabajando, la formación del tuvo en el niño en el momento de la subjetivación implica sobre todo dos categorías: la categoría vacío/lleno y la categoría duro/blando (categorías cuyo entramado o positivo  demora un tiempo más siendo más exacto y rico escribir vacío lleno y duro blando). Por lo tanto hay patologías del tubo en los dos sentidos, cuyas derivaciones habremos de estudiar.

Por este rodeo podemos ahora volver sobre un puñado de fenómenos: la laguna como ‘propiedad’ de la memoria, lo ‘escrito en el agua’, de los proceso lábiles que se hacen y deshacen, de las escrituras que no se fijan, que nunca quedan verdaderamente escritas, lo que nos hace pensar en una patología de lo líquido, y que podemos remitir a la deficiente adquisición, a la falla en inscribir ese elemento suficientemente duro en su corporeidad, que literal y metafóricamente sirva para vertebrarse.

Son frecuentes, por esto mismo, las perseveraciones en juegos de función superficie, como regresión respecto de la formación de tubos(que siempre es una problemática penosa para ellos) con todo el léxico que irá surgiendo entonces en términos de lo lleno/lo vacío (la cabeza vacía, el cuerpo vacío, el pensamiento vacío), o bien lo amorfo, lo que no tiene la suficiente vertebración, que en algunos niños aparecerá, incluso como cierta bipedestación no terminada de asumir: sabe y puede caminar, pero en cuanto juega vuelve enseguida a las cuatro patas de cualquier mamífero. Diríase que el entubamiento de la bipedestación carece de consistencia pictogramática: tanto en juegos como en dibujos suelen aparecer tubos cuya posición vertical se diluye fácilmente, se horizontaliza, incluso se desparrama.

Tercera categoría conceptual imprescindible para el procesamiento metapsicológico de los trastornos narcisistas de naturaleza no psicótica: suele aparecer en los materiales como una debilidad en la función de la mano (me refiero precisamente a esa dureza libidinal de la mano que atraviesa el espacio), y que a veces quedará semicompensada por la rigidez; blandura de lo excesivamente líquido, que inmediatamente evoca en el analista las imágenes de lo disperso, de la dilución –me he interesado por eso en valorizar la referencia original de Marisa Rodulfo al “diluirse”- de lo que se desparrama, como un líquido sin recipiente que lo organice, y sin posibilidad de pasar a un estado más sólido: de donde esta mano emergerá con escasa energía en su función centrifuga de agarrar, de salir al encuentro, de inversión del juguete, de producción del espacio transicional.

Característicamente, este espacio transicional lo vamos a encontrar como anémico, y el niño derivará en dedicarse a utilizar el espacio transicional del otro (no tanto, entonces, usar del otro en tanto cuerpo, lo que es el caso de las psicosis confusionales de Tustin) tal como lo constatamos flagrantemente en la pretensión de que uno haga juegos por ello y no solo con ellos. Esta torsión involucra una falla importante de la agresividad, en su función intrínseca, absolutamente radial, de constituir la alteridad, a diferencia de lo que Winnicott llama “agresión reactiva” (o sea la agresión reactiva a cierto traspié ambiental, a un relativo fallo en las funciones del medio, implicando entonces, en sus aparentes excesos todo un fracaso de la agresividad). La agresividad que nos ocupa es la que Winnicott liga a la espontaneidad infantil, lo pulsivo de ello con fuerza diferenciadora. (13) Concuerda con lo que Sami-Ali piensa como “deficiencia en la proyección sensorial primaria”, o sea en lo pulsional que arroja el cuerpo al espacio, (se comprende entonces que el juego de carretel en el niño del trastorno sea un juego, como lo definía antes, descuajaringado).  El espacio tiende a lo bidimensional: el niño y los otros se aplanan sobre él. Por lo tanto, la otra subjetividad con la que tan intensa relación se mantiene, es una subjetividad a la que más le cabe la categoría del objeto que la verdadera alteridad, lo cual nos aconseja no euforizarnos demasiado por el vívido, acentuado, plano de la relación de objeto del que estos pacientes son capaces. Es tan intensa como escasa en alteridad, y si no avanzan en ella hay escaso progreso terapéutico. Ahora bien, esto equivale a constatar un relativo fracaso en su agresividad y, por eso mismo, en poder extraer cosas del otro que pueden ser incorporadas plenamente como propias.  Esta diferencia en la función agresiva, en la función que se entrelaza, se intrinca tan indisolublemente en la función libidinal de la mano, de la mano que crea lo tridimensional, el volumen de la mano, que inventa el juguete, que inventa o que descubre la alteridad, que descubre su propia alteridad como subjetividad, esta diferencia no es lo mismo que la pérdida de materia subjetiva en la depresión psicótica: pero sí supone detención, vacío, escaso desarrollo. Eso mismo hace que los niños del trastorno, no sean niños verdaderamente agresivos, a diferencia con aquellos que toman el sesgo de una tendencia antisocial, los cuales van a intentar saquear al otro en la forma del robo u otra acción violenta. El niño del trastorno, antes bien, pide, demanda, se adhiere a nosotros, sobre todo en lo que tenga que ver con el trazo. Es un vacío de trazo que se busca compensar y que vibra decisivamente en la torpeza. La torpeza así referida ya se explica mejor, tanto la literal como la metafórica, tanto la torpeza motriz como en su forma de torpeza del pensamiento, en la medida en que lo que así denominamos (desde el punto de vista del observador), es un índice de que en ese punto de subjetividad se está moviendo en un espacio bidimensional. El tan empleado como eficaz gag de errarle las cosas remite a un desconocimiento radical del volumen, espacial o temporal. Una de las primeras pacientes que me enseñó de esto, una adolescente, se caracterizaba por llegar a cualquier hora a la sesión, lo cual al principio y erróneamente yo tomé por una resistencia de las tan claramente tipificadas por Freud. Hasta que pude acceder a otro tipo de pregunta, rasgando la inercia de permanecer fijado a los paradigmas de las neurosis: ¿cuál era la hora para ella? Lo cual no era una cuestión sencilla de contestar empezando porque no tenía reloj. Poco a poco reparé en el tipo de trayectos que hacía. En lo esencial dependían del otro: si se encontraba con alguien no podía decir algo así como ‘no puedo hablar con vos porque voy a …’Pasivamente se quedaba y de ese modo se iba derramando por el camino; en lo que hace a la sesión, de no encontrarse con nadie hasta podía llegar muy temprano, porque además venía muy contenta y sin ninguna reticencia, en particular por esa época.

NOTAS

9 Siguiendo la propuesta de Sami-Ali al referirse a “formaciones de lo imaginario”. Es ésta una referencia que nos parece necesaria teniendo en cuenta cierta subestimación de lo imaginario, cierta tendencia a reducirlo a un ‘efecto’, que se deriva de las direcciones más estructuralistas en los textos de Lacan. Negada o relativizada de derecho, esta subestimación ha funcionado de hecho, y fue muy intuitivamente captada por ‘la calle’ psicoanalítica, donde calificar algo con un ‘¡eso es imaginario!’ debido a una acusación tan grave como la de ‘psicópata’ en boca de un Kleiniano. Sobre las formaciones de lo imaginario consúltese Reve et Psycosomatique, de Sami-Ali et alter, Ed. CIPS. 1992.

10 Horstein, L. Cura Psicoanalítica y Sublimación, Ed. Nueva Visión. También su notable introducción al texto colectivo: Cuerpo, historia, interpretación. Ed. Paidós.

11 Sami-Ali op. Cit. Pag. 47.

12 Rodulfo Marisa y Rodolfo Ricardo Cínica psicoanalítica en niños y adolescentes: una introducción, Ed. Lugar, 1986.

13 –v. el texto tan importante como necesitado de una verdadera lectura compuesto entre 1950 y 1954: “La agresión en relación con el desarrollo emocional”  (Escritos de Pediatría y Psicoanálisis, editorial Laia). El punto también se encuentra examinado en mi artículo “De vuelta por Winnicott”, Diarios Clínicos N° 6, donde introduzco el problema aún no explicitado de ‘la otra’ metapsicología –en cuanto a sus postulados directrices- que Winnicott superficialmente introduce al refutar el principio de inercia freudiano y toda la conceptualización reactiva de la subjetividad que de él se deriva, a contramarea de los mismos movimientos textuales de Freud, tan ricamente ambiguos. Algo de esta cuestión también puede rastrearse en Stern, Daniel: “el mundo interpersonal del infante”, Ed. Paidós.