Mariana Osorio Gumá

Cuarto momento o la transicionalidad del espacio

Ya Jota se nombra a sí mismo al llegar, cuando pregunto en el internó quién es. A veces, por su iniciativa, me saluda con un beso y una sonrisa. Y así como cambia nuestro contacto, su relación con el espacio cambia de manera patente. No sólo se aventura más respecto al material de juego, y a ocupar en mayor medida el área del consultorio, sino que sus intereses se amplían: explora puertas y ventanas, paredes y ángulos, el vacío entre un escalón y el siguiente, el dibujo de la alfombra que toca varias veces para corroborar que no es agujero, sino representación de un óvalo negro. Da la impresión de estar descubriendo la profundidad. La tercera dimensión. La perspectiva. En este tiempo abre la ventana que da al patio, buscamos pajaritos que en ocasiones llegan hasta las flores o al bebedero, o simplemente miramos moverse las hojas de la buganvilia. Es evidente que se empieza a estructurar un afuera-adentro. Cerca-lejos. Aquí-allá. Es decir, un incipiente fort-dá. “Es como si para obtener la tercera dimensión bastara distender al extremo el espacio primitivo por esencia deformable hasta el punto en que, al estallar, hace estallar el sistema de relaciones que se incluyen mutuamente”.7

La agresividad hace su aparición. Jota me pide que modele figuras en plastilina (animales depredadores, en general). Se dan breves momentos de juego, en los que se representa la desaparición de uno de los personajes a raíz de que es devorado por el otro después de una breve persecución. Juego que detona sus carcajadas, asunto inédito hasta entonces. Esta dimensión agresiva, reprimida y anulada hasta este momento, evidencia transicionalidad hacia un espacio imaginario distinto, donde la transformación es posible. La elaboración de la agresividad abre así la posibilidad de separarse del objeto materno. Terminado el breve juego pide que guarde a los personajes en su caja, cuyo interior pronto se puebla de figuras hechas por mí, a pedido suyo. Es un momento en el que coexiste el elemento de una identificación en la cual lo “mío” ocupa su espacio que, a su vez, muestra lo suyo, pues las figuras aparecen por su pedido. Jota aún no se anima a ensuciarse las manos. Son las mías las que transforman la materia, pero es él quien lo pide. La dimensión agresiva necesaria para el modelaje aparece y es evitada a la vez. En este periodo noto de nuevo su particular sensibilidad para descubrir lo oculto. Ahora respecto a asuntos que ocupan mi mente, aún si yo misma no pienso en ellos. Por ejemplo, en ocasión de encontrarme atareada en el estudio de la obra de Françoise Dolto, Jota, al llegar a su sesión, se acerca a mí, me mira, se aproxima al librero, y extrae de uno de los estantes más altos (de no fácil acceso), los tres pequeños tomos de los seminarios de la psicoanalista francesa, en su versión en francés.

Uno a uno los acomoda sobre el diván con la fotografía de Dolto mirando hacia al frente. Se sienta junto a ellos y me mira. Desconcertada por este gesto y probablemente inspirada por la enseñanza de la propia Dolto, recuerdo haberle dicho: “Veo que sabes lo que ocupa mi mente. No sé cómo lo haces, pero creo que me quieres mostrar lo cerca que te sientes de mi”.

En otra ocasión, por esa época, Jota entra al consultorio, se quita los zapatos –como hacía entonces–  se sienta en el diván y me mira. Fijamente. Me siento turbada. Tengo la impresión de que me quiere decir algo. Al poco se pone en pie, se me acerca y coloca un dedo en cierto punto de mi frente como si me sobara. Al sentir el contacto me acuerdo del choque contra una puerta de vidrio que no vi, golpeándome justo en ese punto, un par de días atrás. No obstante, no hay marca visible en mi frente. ¿Qué es esta capacidad para ver lo invisible en mí?

Esta cualidad de Jota para registrar lo oculto en el espacio al principio se expresaba respecto a objetos del consultorio. Ahora, en este momento transferencial, aparece una percepción muy agudizada respecto a lo que ocupa mi cabeza, aun si yo misma lo he olvidado. ¿Se trata de la manifestación en transferencia de una híper conexión con lo oculto en la madre?

La entrada aún incipiente a una percepción tridimensional del espacio no anula en Jota esa peculiar cualidad de poner en evidencia los elementos ocultos del objeto. Me atrevo a decir que esa transparencia se la otorga cierta carga afectiva inconsciente depositada en el espacio u objeto dado. El objeto se des-cubre en su afectividad más pura, se saca a la luz. Como si en Jota predominara una percepción sensorial sin profundidad ni obstáculos; de tal modo que los objetos parecieran ser percibidos por él, por un lado, en un mismo plano, pero paradójicamente se alcanzarán aquellos ocultos a mayor profundidad.

La madre y escuela notan cambios: sus restricciones alimenticias han cedido. Pinta, mira libros, juega con sus pares. Da señales de angustia cuando la madre se va. Hablatea, para pedir lo que quiere. Observo un detalle importante: cuando es en voz muy baja Jota logra pronunciar frases bien articuladas.

–Mariana, quiero mi caja, por favor.

–El lobo se comió al bebé.

Como si temiera ser oído, de inmediato pasa al hablateo confuso, en voz alta. Hablar es la mayor evidencia de la diferenciación respecto a la madre. Rebasar ese límite lo aterra. Si habla teme destruirla. Lo hace en voz baja cuando está conmigo, para que mamá no lo oiga. Jota ha empezado a adueñarse de su cuerpo, a decir no, a esconderse de mamá para hacer travesuras, a leer palabras y decir frases susurrantes con Mariana. Pero jota también continúa en la obediencia. En la identificación con el rechazo de sí mismo, con el terror que le impone e implica la ruptura del espacio bidimensional, de estar dentro de mamá y mamá dentro de él, pues para salir de ahí del todo, necesita romper, rasgar, doler. “No te puedes ir sin mí” le dice la madre a Jota, al final de las últimas sesiones, ella se da cuenta que Jota se está diferenciando. Jota y yo nos damos cuenta de que ella le cuesta superarlo. A su manera, Jota me lo hace saber, al decirme en una de las últimas sesiones, mirándose en el espejo, que él es un niño burro para tener contenta a mamá. Niño burro que, paradójicamente, lo entiende sin obstáculos y hace suyo el deseo materno de su anulación de su desaparición como sujeto. Oponerse a ese mandato es romper el espacio de inclusiones reciprocas, y dar lugar a la tridimensionalidad, a la diferencia. Pero ¿quién va a estar ahí para esperarlo, si el padre esta aliado también a esa lógica que lo anula? En la lógica de su laberinto, es mejor asirse al rechazo que a la nada. Y un día sin previo aviso y sin dar oportunidad a elaborar una despedida, el tratamiento se interrumpe. Jota y yo quedamos flotando en la desilusión de un arrancamiento prematuro.

Inconclusiones sobre un laberinto inconcluso

Han tenido que pasar un par de años, desde la interrupción de este tratamiento, para elaborar con más claridad lo experimentado en la transferencia y contratranferencia, con este pequeño autista. A la distancia veo que, más allá de mis intervenciones, de lo que yo puedo verbalizar en el vínculo, lo capital fue lo que C. Bollas llama lo “sabido no pensado” desde mi función analítica. Suerte de función materna que se vuelve un método que permite abrir brecha en el paciente para que su ser empiece a desenvolverse en el espacio y en el tiempo, a generar laberinto propio. Suerte de función materna, especie de “recipiente” transferencial donde ese ser es recibido para gestarse psíquicamente, desde un lugar en el otro que, a la vez, confía en que allí hay alguien en potencia y que eventualmente ser capaz de habitar un espacio propio. Y no obstante esta evidencia, me pregunto si la lógica vinculada entre Jota y sus padres, en la cual él ha tenido estatuto de cosa, de monstruo, de oscuridad y ominoso silencio, iba a permitirme o permitiría alguna vez a alguien más, reandar un laberinto subjetivante, cuya inconclusión no permitió terminar de abrir una salida. O si la inconclusión misma, la interrupción violenta del vínculo, se generó justo al dar señales de su deseo por salir de la lógica del rechazo y empezar a crear áreas de juego, que por antonomasia, es la mejor manera de oponerse al dominio aplastante del otro.

Lamentablemente la victoria final le fue conseguida al odio inconsciente de los padres hacia su hijo. Pero valgamos la pena, la mía y la de Jota, para seguir pensando en las singularidades de un laberinto inconcluso, y así quizás alcancemos a encontrar salidas menos desoladoras, para algún otro.

Sami Ali, El espacio imaginario, Amorrortu, Buenos Aires, 2001, p. 146.

Bibliografía

Ali, S., El espacio imaginario, Amorrortu, Buenos Aires, 2001.

Bettelheim, B., La fortaleza vacía, Paidós, Buenos Aires, 2001.

Bollas, C., La sombra del objeto: análisis de lo sabido no pensado, Amorrortu, Buenos Aires, 1991.

Méndez Filesi, M., El laberinto: historia y mito, Alba, Barcelona, 2009.

Osorio Gumá, M., Escrituras desde el espejo: apuntes sobre un caso de autismo, en esta publicación.

Winnicott, D., Realidad y juego, Gedisa, Barcelona, 1971.