Por: Mariana Osorio Gumá
A Juan Carlos Plá, quien abrió caminos
a su paso por el mundo.
Un regazo o una cuna o un brazo caliente
alrededor de mi cuello… una voz que
canta bajo y parece querer hacerme
llorar… ¡me quedo tan solo en un cuarto
tan grande y tan triste, tan profundamente
triste!… Después de todo: ¿quién soy yo
cuando no juego?
Fernando Pessoa, El libro del desasosiego
El psiquismo es espacio,1 huellas en el recorrido, tiempo y misterio. En cierto sentido, laberinto. Y un sujeto a la puerta del consultorio de un psicoanalista se ubica a la entrada de su propio laberinto. Para acceder es condición imprescindible el ábrete sésamo que convoca la transferencia. Espacio de encuentro, plástico, hecho sustancialmente de palabras, gestos y acciones, es decir, de lenguaje. Desde allí podrán hallarse las claves para dar con la lógica de desciframiento del laberinto convocado, y así poder transitarlo.
¿Y qué, cuándo un niño —cuyo sujeto no sabemos si está o no, ni dónde está— no sólo no busca el encuentro, el lazo, el ábrete sésamo, sino que lo impide?
Sobre Jota, autista de seis años al momento de iniciar su análisis, quien estuvo en tratamiento conmigo escasos tres, he dado cuenta ya en otras jornadas. Seguiré reflexionando sobre esta experiencia, explorando cuatro momentos en su recorrido, básicamente referidos a su curiosa relación con el espacio, y por ende, con el espacio transferencial.
Primer momento o de la transferencia de un rechazo
Al inicio de su análisis, Jota entró al consultorio sin mirarme. Me dio la espalda, no habló, no había mímica que expresara sentimiento. Se golpeteaba el pecho, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, como si con este gesto consolidara su invisible muro. Niño amurallado y, en apariencia, inaccesible. Mi contratransferencia se puebla de sensaciones de borramiento. Me siento un objeto inanimado junto a él y me invaden sentimientos desoladores. Me aburro y tengo la sensación de que no hay nada que hacer. Jota me ha transferido un rechazo totalitario. Una desesperanza abrumadora sobre la posibilidad de establecer un vínculo. Manera peculiar de estar no estando con el otro. Jota transfiere su identificación primordial con el rechazo inconsciente de su madre, quien no deseó su embarazo, y al nacer, lo recibió en medio de una profunda depresión. Atrincherado en sus movimientos repetitivos, es la encarnación de la evitación misma. ¿Hay allí laberinto o sólo fortaleza? Tal vez fortaleza vacía, como aprendimos de Bettelheim. Pero ¿para qué una fortaleza vacía? ¿No hay nada, ni nadie allí?
Para el Jota de este momento, el otro es un referente al que, desde su lógica defensiva, hay que darle la espalda pues entraña un peligro. Parapetarse, atrancar compuertas, clausurar orificios de posibles intercambios (ojos, boca, oídos). Como referente, el otro es el punto de la negación, de la evitación, del no reflejo. La madre de Jota relata que cuando él era bebé: “Sólo quería que se durmiera. ¡Por favor no me despierten al niño, no me lo despierten!”. Es a través de modos obsesivos y cuidados mecánicos carentes de afecto y juego, como establece el vínculo con su hijo. A los diez meses nota cambios. Jota deja de mirarla, de sonreír, de llorar. “Como si no estuviera más”, narra. Desde entonces “ha estado como dormido” relata la madre. Las exigencias de sometimiento a un ritmo impuesto exento de espontaneidad, obligaron al bebé a ya no esperar algo no esperable. Y Jota acoraza su desilusión2 en la identificación con el rechazo materno, como se aferra un náufrago para sobrevivir, a una podrida tabla de salvación.
Es lo que Bruno Bettelheim llama el anlage autista: “la convicción de que los esfuerzos propios no tienen fuerza para influir en el mundo, debido a la anterior convicción de que el mundo es insensible a las propias reacciones”.3 Jota ha internalizado la lógica operacional del progenitor. Y desde allí se gesta una complementariedad imaginaria, donde el niño vive únicamente como objeto parcial de la madre, con la condición de negar toda posibilidad de acceder a un intercambio que lo valore como sujeto autónomo, susceptible de espontaneidad y diferencias respecto a ella. Es la trampa del laberinto, donde Jota vive acorralado.
La revisión de mis contratransferencias desesperanzadas, y su elaboración, me permiten ofrecerle a Jota un espacio propio en mi consultorio y en mi misma. Me digo que a pesar de que él en ese momento no puede darse por recibido, yo no puedo tan precozmente descartar la esperanza de que haya alguien ahí, capaz de expresarse y generar un vínculo de interlocución.
Segundo momento o primeras visiones de un laberinto inconcluso
Pronto empiezo a notar la relación bizarra que tiene Jota con el espacio y los objetos. Su caminar recuerda al de un autómata. Va derecho, mirando hacia enfrente, sin bajar la vista hacia los escalones, ni alzar los ojos para mirarme. Y no obstante, noto precisión de sus pasos. Jamás tropieza. Jamás desvía la ruta. Y así como pareciera no advertir lo que lo rodea, paradójicamente, daría la impresión de tener un radar en los pies que le ordena cómo y por dónde ir. Camina, pero ¿es autónomo? Jota no reacciona al separarse al separarse de la madre. No existe registro de su “entrada” o “salida” de un espacio, de un vínculo, respecto a otro. En términos de espacio imaginario,4 el espacio es para él un continiuum sin diferenciación ni profundidad. La separación, el momento del desprendimiento y diferenciación parecen no existir.
Una peculiaridad contrasta con su aparente indiferencia y desapego: ubica a velocidad pasmosa los objetos del consultorio que estaban y ya no están, o ya no están donde siempre. Identifica de inmediato lo nuevo. Coloca las piezas de armar sin error en su lugar. Pero eso no es lo más sorprendente. Puedo elaborar un esbozo de explicación y aludir a una especie de acción compulsiva por borrar la ausencia, el agujero, el cambio. Lo que sorprende resulta inexplicable de inicio: como si Jota contara con un radar para detectar lo oculto, descubre aquellos objetos que propositivamente he sacado de la vista. Alguna fotografía, un modelado de otro paciente que no quiero exponer, dinero guardado, objetos personales. Los extrae de su escondite, traspasando la materia, como si contara con visión de rayos equis. Su visión llega allí donde la mirada común no alcanza a ver. En su laberinto autista, lo visible les lo oculto. ¿Qué es esta percepción del espacio que pareciera escapar a la lógica habitual? Pienso entonces: hay fortaleza, sí. Pero detrás de la fortaleza, no hay probablemente un vacío. Hay un espacio de complementariedad imaginaria, fusional, donde Jota se mueve. Es decir, lo que predomina en su percepción del espacio imaginario y por ende del cuerpo propio, desde lo que Sami Ali nos ha mostrado, es la bidimensionalidad. Adherido al cuerpo materno como formando parte de él, falta por completo la tercera dimensión. El espacio se reduce a una superficie plana sujeto a las relaciones de inclusión recíproca. Él está adentro de un espacio continuo en el que no hay entradas ni salidas, que a su vez él contiene sin límites que generen distancia. Jota existe adentro de una enorme e inacabable tripa. Ése es su laberinto.
Tercer momento o cuando la entrada al espejo mostró la posibilidad de reconstruir el laberinto
Pasado el tiempo, Jota descubre su imagen en mi5 espejo.6 Momento inaugural de una diferencia. Posibilidad de visualizar los signos susceptibles de hacer relato de su experiencia. Ahora Jota se mira, me mira, nos miramos. Al principio fugazmente, pero con intención clara y decidida. Empieza a dar cuenta de un registro del otro, de la diferencia. No me mira al irse, e imagino que este momento de la separación, prefiere anularlo. La sensación de apertura, de muro que abre una rendija produce variaciones en la contratransferencia. Posibilidad de encuentro menos marcado por el rechazo. El espejo es un espacio de intercambios, de transicionalidad. Escupe el cristal, embadurna, y así, se dibuja. Gesticula. Mira en sus orificios y la relata frente a la imagen sus identificaciones con el espejo rechazante de la madre: Bauser, niño-mono, niño-monstruoso, niño-niña, niño-burro. Aún ligado a la hostilidad inconsciente de ella, mira ahí lo monstruoso. Le nombro la peculiar manera en que él se ve a sí mismo, y mencionando lo que yo veo: a Jota (menciono nombre, apellidos) que es un niño, hijo de C y de P, hermano de R, de siete años y que está descubriendo su boca para hablar, sus ojos para mirarse y mirar, su rostro para expresar, etcétera. Y un día mientras estamos en eso, me sorprende diciendo: Yo, Jota. Un niño de verdad (aludiendo a Pinocho).
1¿Qué es el espacio? El espacio es la posibilidad de recorrerlo. Es el vacío que ha sido delimitado y que adquiere forma por sus contornos. El espacio es la posibilidad de habilitarlo. De transitarlo. En el cómo se habla, o en el cómo se transita podemos advertir las marcas del sujeto, siempre sujeto de su historia.
2Recordemos la precisa descripción de Winnicott respecto a la necesidad de que el bebé curse por una etapa de ilusión primaria, base profunda de la creatividad, desde donde el pequeño se vive omnipotente y con capacidad de crear al objeto. Más adelante, el bebé deberá cursar por una etapa de desilusión, que le hará encontrarse con la realidad a partir de percatarse que el objeto no está ahí cuando él así lo desea. Ambas circunstancias son capitales en la estructuración del psiquismo. En Jota, la etapa de ilusión primaria se truncó antes de tiempo.
3Bruno Bettelheim, La fortaleza vacía, Pálidos, Buenos Aires, 2001, p. 77.
4 Para Sami Ali, el espacio imaginario no tiene que ver con lo que no es real, ni tampoco con la manera en que concibe lo imaginario la teoría lacaniana. Ali elabora su propio aporte al concepto de imaginario y en cierto momento lo define como “la subjetividad misma” y lo que tiene que ver con el cuerpo propio.
5 Escribo “mi” en cursivas, para subrayar así que no sólo se trata del espejo real colocado sobre una de las paredes de mi consultorio, sino que esencialmente, se trata del espejo interno, donde le permito a Jota mirarse de manera que pueda ver en él (en mí) una posibilidad más humanizada y válida de mirarse a sí mismo y por ende, de vincularse. Es una aclaración tal vez obvia, pero no creo que haya nada “obvio” en un trabajo con un chico autista.
6 Sobre este aspecto del tratamiento me referí profusamente en Escrituras desde el espejo: apuntes sobre un caso de autismo.