¿Con melón o con sandía?, ¿cuál será la mejor opción?, ¿y si nos equivocamos?, ¿qué se hace con eso, hay un retorno? las dudas nos embargan cuando de elegir se trata pues elegir es también arriesgarse, renunciar y quizá hasta perder.
El caso clínico que comparto es el de Rodrigo, un chico de 17 años atendido en un Centro Comunitario de la Ciudad de México que solicitó apoyo psicológico tras haber chocado la camioneta de su abuela paterna un día antes. Al consultorio se presentó un joven muy delgado y alto, de tez morena clara, ojos grandes y sonrisa espontánea que por momentos tenía un tinte maquiavélico. Vestía de color negro, usualmente playeras de grupos de rock, jeans ajustados, tenis y gorra. Con un tono de voz claro pero poco afectivo (casi aplanado), que daba la impresión de arrastrar las palabras.
Su motivo de consulta fue: “Vine aquí porque mi vida es una locura”. Me relata que uno de sus primos lo insultó, lo llamo “gato”, y eso lo enojó tanto que en un arrebato decidió subirse a la camioneta de su abuela —sin saber manejar—, estrellándose contra el zaguán de la casa. Al final resultó con golpes leves en la cara y la boca hinchada, y cabe resaltar que en la primera entrevista llevaba puesto un cubrebocas con el argumento de que su madre y hermana se burlaban de él y no quería que lo vieran así en la calle. Fue ante la gran necesidad que tenía de hablar con alguien que decidió acudir al Centro Comunitario.
Actualmente Rodrigo vive con su madre, Michele, y su hermana Vanessa (un año mayor que él), en casa de los abuelos maternos, donde también habitan sus dos tíos (varones) y un 2 primo. Y aunque no vive con el padre siempre está en contacto con él y con su familia, pues viven en la misma colonia, a tan solo unas cuantas cuadras de distancia.
Los padres se separaron cuando Rodrigo tenía 8 años, hecho por el que cual él se siente culpable. Recuerda que en una de las frecuentes peleas entre ellos, la madre estalló y decidió abandonar a Rodrigo-papá llevándose consigo a los niños. El paciente reconoce que deseaba vehemente quedarse con su padre, y que eso fue lo que detonó la separación y posterior batalla legal por la patria potestad. Durante ese proceso el padre incitó a Rodrigo a demandar a su madre ante el DIF por maltrato, algo que refiere como “el peor error de su vida”.
Cuando le pido que me hable más de su familia, dice: “Mi padre es un borracho al que le gusta humillar y lucirse frente a otros. Por ejemplo, cuando estamos en la calle con sus amigos me pide que beba para demostrar que soy suficientemente hombrecito, pero para mí él no es más que la “mujer” de su casa, la chacha, pues como mi abuela está enferma, él es el que hace las compras, cocina y limpia”. Rodrigo se siente retado a demostrarle a él y a todos que puede llegar a ser mucho mejor: “Ellos tienen la idea de que yo soy un adicto, pero ¿quiénes son ellos para juzgarme?… ya verán después, se tragaran sus palabras” —afirmaba—.
Acerca de su madre, explica que es gracias a ella que ha podido salir adelante, pues es la única persona que le apoya o a quien le cuenta lo que le pasa, ya que con los demás no le gusta hablar. Con la hermana dice llevarse muy bien, que es su “cómplice” de secretos y bromas, pero la ambivalencia se hace presente cuando “rivalizan” por la aprobación de la madre en cuanto a lo escolar, pues mientras Vanessa estudia una licenciatura, Rodrigo no puede terminar la preparatoria. Cabe señalar además que en la familia materna todos son 3 profesionistas, mientras que del lado del padre, el comercio informal es el principal sostén económico.
Lo que de plano no soporta, dice, es vivir con los abuelos, pues siente que lo persiguen, sobre todo él, quien también se llama Rodrigo. De tal modo que parecen existir “dos” familias, muy diferentes entre sí, que se “jalonean” entre ellas (al menos en el mundo interno) por ver con quién se quedará él, a quién elegirá finalmente, ¿a melón o a sandía? Dicha escisión familiar es la misma escisión que parece predominar en su funcionamiento psíquico también.
A mediados del 2014 Rodrigo fue a comprar marihuana a un tianguis, y al darse cuenta de que el paquete venía vacío, buscó al dealer para reclamarle, quien junto con otros 2 sujetos lo atacaron, apuñalándolo y causándole heridas en el tórax, el brazo y la barbilla. Afortunadamente se trató de heridas superficiales, pero las cicatrices tuvieron mayor profundidad en su psiquismo que en su piel. Al volver a casa, hubo una especie de mutis, ninguna de sus “familias” habló de lo sucedido, salvo el padre, que tan sólo le profirió regaños y aprovechó la ocasión para culpabilizar a Michele. Más allá de una auténtica preocupación por parte de sus figuras parentales, lo que Rodrigo vivenció fue el abandono, el sentir que lo juzgaban, por lo que decidió que a partir de ese momento no volvería a pedir la ayuda de nadie. Hasta ahora, parece.
Este pasaje al acto da cuenta, por un lado, de la omnipotencia que Rodrigo sintió para reclamar desmintiendo el riesgo subyacente, y por otra parte, habla asimismo de la violencia con la que se enfrenta en su entorno inmediato. Fue violentado por el dealer pero también por sus padres que terminaron por colocarlo en la difícil posición de elegir con quién vivir 4 cuando se separaron, muy probablemente sin una explicación que le permitiera tramitar toda la angustia flotante. Y ahora lo colocaban en la disyuntiva de la identificación.
Un artículo de Daniel Marcelli sobre la identificación secundaria entre padre e hijo señala que: “Una de las tareas de la adolescencia en el varón sería romper con el núcleo de imitación/identificación primario (materno-femenino) para poder acceder luego a su identificación secundaria (masculina-paterna)” (1992, pp. 66). Lo que me lleva a cuestionarme: ¿Rodrigo podría identificarse con un padre tan devaluado? Hacerlo implicaría también ser invadido por fantasías de homosexualidad. ¿Qué posibilidades habría de salir triunfador de la encrucijada entre elegir satisfacer el deseo de la madre, sin traicionar el del padre, o viceversa?, ¿podría discernir que ahora como adolescente, y no más como aquel niño de 8 años, es capaz de separarse y perseguir su propio deseo? Esa era parte de la apuesta psicoterapéutica.
Sin embargo, otro factor de riesgo apareció: Rodrigo decidió abandonar la escuela, decía que él no servía para eso. En cambio se mostraba sumamente atraído por la idea de tatuar. En una sesión verbalizó: “Yo quiero dejar una huella en la piel de las personas que tatúe… sé que algún día voy a revolucionar el tatuaje en México, algún día yo seré el Hitler del tatoo”. ¿Hitler? A ver, profundicemos, más en esa idea, le dije. “Jesús hizo muchas cosas buenas y nadie lo recuerda, pero Hitler mató a millones y todo el mundo sabe quién es, yo quiero que la gente me reconozca”.
Con un entusiasmo desbordante, me confesó que le gustaría tatuarse todo el cuerpo para así cubrir sus cicatrices, y me habló de sus deseos de ir a España y a Colombia para perfeccionar su técnica, y hacer mucho, mucho dinero. Al escucharlo hablar de sus planes a futuro me emocionaba junto con él pero había algo que no me checaba, ¿cómo lograr todo 5 esto sin antes hacer un trabajo de separación de las figuras parentales y de sostén propio? En ese sentido, retomo a Winnicott (1971), quien nos aporta un concepto sumamente enriquecedor en torno a los fenómenos transicionales: el del fantaseo como actividad parasitaria que absorbe energía y que no contribuye al soñar ni al vivir. Una forma de pensamiento que alimenta la omnipotencia y que obstaculiza la acción. Rodrigo fantaseaba pero no podía llevar a cabo ninguna acción que lo acercara más hacia la realización de sus metas. La intervención entonces apuntó a la facilitación de un proceso creativo, al desarrollo de su capacidad de juicio y a promover la desilusión paulatina, esa desilusión que acompaña a la renuncia de la omnipotencia.
Poco a poco fuimos desenmarañando la angustia y Rodrigo fue capaz de verbalizar que no deseaba ser igual a nadie de su familia, decía que todos eran unos fracasados que no habían podido salirse de la casa de sus padres. ¡Qué importante es querer diferenciarse! —le señalé— pero es un quehacer que demanda mucho trabajo interno.
Para Rodrigo caer en una identidad “negativa” parecía entonces su única elección, porque quizá era mejor ser “rebelde” que ser un “don nadie”, mejor ser “aventado” y no “pasivo”. Un camino que podría conferirle incluso cierto poder ante los demás, pero ¿qué tan alto podría resultar el costo?, ¿cómo diferenciarse de aquellos a los que tanto necesitaba, y no “morir” en el intento? He aquí que la psicoterapia psicoanalítica representa la posibilidad de posicionarse de manera distinta, donde apalabrar y pensar lo encaminen a dejar de actuar y ponerse en peligro.
*Texto presentado por Concepción Zamora en XXII Jornadas Locura, vida y muerte en la adolescencia, Ciudad de México, 30 de septiembre y 1 de octubre de 2016.
Bibliografía:
Marcelli, D. (1992) Imitación + Representación = Identificación? Revista NA. Psicoanálisis con niños y adolescentes. N° 2.
Winnicott, D. (1971) Realidad y juego. Buenos Aires: Gedisa.