Por: Vanesa González-Rizzo Krasniansky

Dedico este texto a Celia Delgado Teijeiro, quien supervisa con generosidad y sabiduría desde hace varios años mi trabajo en el consultorio.

“¿Hasta dónde?

El cuerpo, ¿hasta dónde llega?

Hacia abajo hasta los pies, eso está claro, y hacia arriba hasta la punta de los pelos.

Por todos lados hasta la piel y después hasta donde alcanzan los brazos y las piernas lo conducen.

Llega igualmente hasta donde puede oír, y también hasta donde dan los sonidos que emite. En el susurro abarca un perímetro tan corto que el vecino ha de acercarse mucho para tocarlo. En un grito el cuerpo se expande hasta medir decenas de metros en circunferencia. La voz de un cantante lleva a cabo una transformación prodigiosa: infla su cuerpo hasta que, sin romper siquiera un botón del traje, llena el teatro. Ciertos dinosaurios ostentaban una larga cresta de hueso en cráneo, hueca por dentro y conectada a las fosas nasales, grandísima tuba que emitía sonidos de muy baja frecuencia. Concebido como señal de alerta, el poderoso ronquido llevaba los límites de la extinta criatura a kilómetros de distancia.

Con su capacidad de movimiento y el ingenio que lo caracteriza, el cuerpo humano llega a muchas partes. El fondo de los mares, la montaña más alta, las tierras congeladas y el trópico, el espacio sideral y los espacios intercelulares. La flecha le permite llegar muy lejos en un instante y acuchillar al rápido venado; la imprenta le permite llegar a muchas almas con una sola frase. Las armas que han inventado le permiten llegar con facilidad a excesos de destrucción nunca imaginados.

Llega muy lejos la carne de los hombres. Con máscaras y sin ellas, con música cantos o silencio, con y sin drogas impregnadas en el cerebro, el cuerpo tiene el don de las transformaciones. Con técnicas que el brujo y el chamán se precian en llevar a grados superlativos, mirando hacia adentro el cuerpo llega a los cielos y vaga con presteza en el infierno. Vemos en sueños a los muertos antes de dar por abajo con nuestra propia lápida. Hasta ahí llegamos”.[1]

En la psique ¿hasta dónde llega su representación? ¿Cuánto se puede hacer con ella? ¿Es siempre un mismo cuerpo, o nuestra imagen del cuerpo cambia a medida que la mente se permite significar desde nuevos lugares? ¿Cuántos cuerpos hay en el cuerpo; de quiénes son? ¿Hay alguno nuestro? ¿Cómo es posible saberlo? ¿Dónde duele el cuerpo? Para Rita hay preguntas mucho más tempranas: ¿puedo crear mi cuerpo; soy yo quien decide todo lo que le pasa; si se enferma, si se desmaya, si la migraña no me deja trabajar o cuidar a mis hijos? La piel, que está y no está, que me protege y se desgarra, ¿es mía?

Lo psicosomático, eso que nos habla sin que la palabra se pronuncie. El grito desde el cuerpo se ubica como parte del rescate, también del horror. Es él quien nos narra algunas de las huellas de la primera infancia. Eso que no se nombra, adquiere una fuerza estrepitosa en la psique del bebé.

Es una inscripción preverbal, incluso previa a la concepción. Las marcas ocurren desde la gestación; varias décadas después, siguen y se multiplican. Aparecen como olores, formas representadas por colores, el cuerpo que se contonea en el diván sin poder decir, sin significar. No hay cabida para la metáfora.

Rita es concebida en el maltrato.

Antes del nacimiento ya hay huellas profundas, crean una dramática, la del dolor físico, la anulación del deseo, la sujeción, la objetivación deshumanizante. Poseer para dominar, ordenarle a otros cuerpos cómo moverse, sin tolerar errores. Mensajes inconscientes que crean cuerpo: los golpes sostienen la vida.

Es el recurso psicosomático con su fragilidad lo que brinda solución a la posibilidad de perderse, de desaparecer.

Un dolor del que se encarga la carne, que siendo trozo (parafraseando al Dr. Juan Carlos Plá) podría venderse en una carnicería. Eso que resulta desgarrador, primitivo, que no ha transitado por el deseo, se transmite al bebé como lo no pensado de la madre, más lo imposible de pensar en el infante. Bion diría que ello terminará en nulidad. Para nuestra exposición, terminará en una paciente que se presenta en un consultorio, llena de síntomas expresados en el cuerpo, y mucho dolor, dolor sin comprensión. Intenta que el cuerpo carne se transforme en cuerpo erógeno. De allí que me sume a la danza de la transferencia en la búsqueda de significados.

Con él nos sostenemos, sabemos que existimos, vivimos la confluencia de lo orgánico en su relación con lo exterior y también somos cuerpo historia, cuerpo cultura, cuerpo que es físico y psíquico, en el que se juegan necesidad y deseo. Para lograr integrar y soportar la fragilidad se necesita al otro; nuevos cuerpos para vivir, apoyo para entender, filtros para acomodar. La función materna; diálogo cuerpo a cuerpo, deseante en otorgar un lugar diferenciado al bebé.

Nos brindan existencia, al mirarnos, tocarnos, hablarnos y permitir el crecimiento. Los cuerpos se transforman, se resisten las pérdidas, se reconoce lo interno y lo externo. El yo se desarrolla. Surge el lenguaje, la marcha y la danza… el tiempo se adentra en los cuerpos.

Frente a la edad adulta de mi paciente, a sus hijos y su marido, a los éxitos y fracasos; frente a su desconexión emocional y su desesperación, a mí me asalta una duda constante: los primeros momentos de su existencia.

¿Por qué no logra pensar? ¿Cuán sensible es el cuerpo psíquico que no ha construido sólidamente ese sistema que permite tomar los pensamientos del aire y ponerlos en palabras, significarlos para que el cuerpo resuene en nuevos movimientos?

Convencida estoy de que mis pasiones están puestas en las preguntas, también mi manera de estar en el consultorio y, sin lugar a dudas, mi cuerpo, ése que se hará parte de la melodía, pero buscará ofrecer otras coreografías.

Todavía sabemos poco: estamos rozando superficies. Si pensamos en el vínculo transferencial como esa unidad continente-contenido que será amada o atacada en la que la verdad y la mentira surgen como alimento o veneno para el pensamiento y el crecimiento mental de la persona, podemos decir que nos hemos concentrado en el intento de conocer lo que indigesta. Rita comienza a compartir sus tácticas para evadir el dolor psíquico a través de modos concretos del pensamiento, donde las palabras, los sueños y otras representaciones son tratadas como cosas en sí y su esfuerzo ha sido mantenerse en el grupo de supuesto básico que aparentemente no la pone en peligro.

Yo busco devolver una imagen sin terror, con nombre. Hago un esfuerzo para mostrarme como pegamento, como un objeto que pueda ser introyectado y ensanche el espacio interno. Nutrir desde dentro. Parece que la Dra. Bick ayuda a pensar este instante:

Sugiero que, en su forma más primitiva, las partes de la personalidad se vivencian como si estuvieran carentes de una fuerza capaz de unirlas, por lo cual resulta necesario asegurar su cohesión en una forma que se experimenta pasivamente, mediante el funcionamiento de la piel, que obra como un límite. Pero esta función interna —la de contener las partes del self— depende inicialmente de la introyección de un objeto externo, el cual debe ser vivenciado a su vez como capaz de cumplir esta función. Más adelante, la identificación con esta función del objeto reemplaza el estado de no integración y da origen a la fantasía del espacio interno y del espacio externo.[2]

En estos casos, en los cuales nos paramos en la frontera entre la psicosis y la neurosis, en los que en mayor medida se expresan rasgos psicóticos de la personalidad, el trabajo comienza desde lo diádico, desde el espejo que devuelve sin daño, que intenta una nueva escritura con reverie. El paciente transferencialmente pone en juego el cuerpo del terapeuta para lograr la emergencia de su propia subjetividad.

Mi cuerpo se presta para la destrucción, cuerpo que integra y junta fragmentos, cuerpo que amenaza, que se envidia, admira, siente. Cuerpo que se anula, se le niega existencia y así deja de tener lenguaje, se le impide humanidad, hasta que la interpretación lo recupera, al borde del precipicio, justo cuando se iba del tratamiento, se deshacía en acidez gástrica, convulsionaba o se quedaba sin contención. Perdía piel, se quebraba y una nueva sesión juntaba los pellejos.

Síntomas que con su presencia constante denuncian las ausencias.

Tomar las palabras como cosas, hechos concretos sin posibilidad de abstracción, decir que piensa cuando cavila. Tomar ideas dichas por mí y apropiarlas para poder sentir que se une, que no todo se hace añicos ha sido importante. Junto a ello, resistir algunas interpretaciones que la sacudían y la llevaban a responsabilizarse.

[1] M. Ortiz, Del cuerpo, Tusquets, México, 2001, pp. 178-179

[2] E. Bick, “La experiencia de la piel en las relaciones del objeto temprano”, en International Journal of Psychoanalysis, 1968, XLIX, p.23.